Si decimos Carmen Tórtola Valencia es mucho más que probable que no se sepa de quién hablamos, que ni tan siquiera ubiquemos ese nombre de mujer en algún lugar o algún tiempo; y mucho menos que la asociemos al arte de la danza y al fenómeno de su revolución en un tiempo de ilusión y ruptura, en plena época de las vanguardias, en los albores del siglo XX. Sin embargo, si atendemos a la frivolidad de la época y miramos, en lugar de vanguardias adentro, vanguardias afuera, comprobamos, en el mejor sentido del término, el demodé de usos y costumbres de un tiempo con toda su espléndida decadencia, y volvemos al majestuoso y femenino momento de tocador y tafetán de nuestras abuelas, a la colonia a granel y también al perfume francés, a la pequeña perla del jabón de manos, a la vaporosa nube de olor que subía húmeda y caliente desde la jofaina o el lavamanos…

Cajita de jabón Myrurgia con la imagen de Tórtola Valencia
…Carmen Tórtola Valencia (Sevilla, 1882-Barcelona, 1955), la musa o la maja del jabón, como mucha gente la conoció en su época y durante décadas después, es la gran dama de la danza española de inicios del XX, nuestra Isadora Duncan, figura imprescindible de ese momento con una singularísima, relevante e importante historia artística y personal que redescubrir. Fue más conocida por ser la imagen popular impresa en las cajitas de jabón y los envases de artículos de baño y aseo de la casa de cosmética Myrurgia, que por ser la representante femenina de la danza más genuina y heterodoxa de la vanguardia española; un tótem para grandes intelectuales de la época, como Rubén Darío, Gómez de la Serna o Valle-Inclán. Es por eso que algunos de nosotros, cien años después, como nietos y biznietos herederos de todo aquello, podemos ver de repente un pasado y, cerrando los ojos, percibir un olor. Porque esta gran y enigmática mujer, como ninguna otra en España (y, sobre todo, en Europa y América Latina), perfumó hasta 1930 los verdaderos cambios artísticos de una época en busca de nuevos moldes, de otros ideales (igual que ahora) que permitieran desdoblar el mundo ya referido para hacerlo nuevo con otros referentes. Y ello mientras la sociedad española caminaba suavemente hace el más rancio conservadurismo y, después, la guerra civil, un cisma que a nuestra artista pilló ya retirada y cobijada bajo el brazo del que sería el gran amor de su vida: la catalana Ángeles Magret-Vilá.
Pero intentemos penetrar en la persona por un principio, el suyo (Tórtola Valencia fue una persona de muchos empezares), y deslindar un poco el terreno en el que se acotó la existencia y el arte de una mujer muy poco habitual en la España de inicios del XX. Una rareza cosmopolita, en femenino singular y de carácter determinante, que supo entender su tiempo como un momento de oportunidad y libertad, y cuya rompedora creatividad, su mejor seña de identidad, le permitió ganar un enorme prestigio internacional rara vez parangonable con el de otras artistas de la época. Aportó una novedad honesta y reconocible; fue un auténtico mito en vida, una totalidad. Y supo añadir a la danza y alrededores una pizca importante de eso que se entiende como acervo o esencia de lo español, algo que entonces se reducía al flamenco y tenía, todavía, un corto recorrido y una marca demasiado territorial. Ese fue el hallazgo. Y también la posteridad de una creadora que llegó a ser nombrada catedrática de Estética de la Universidad de Múnich, aunque nunca ejerció la docencia.
Adelantada a su tiempo
Tórtola Valencia era una rara avis para su época; para empezar, porque era una mujer muy culta. Hija de un catalán y de una sevillana, Lorenzo Tórtola Ferrer y Georgina Valencia Valenzuela, se sabe que nació en el sevillano barrio de Triana, donde vivió muy humildemente hasta los tres años, cuando sus padres se vieron obligados a trasladarse a Londres para ganarse el pan. Poco tiempo después emigraron a México en busca de trabajo, donde fallecieron, y Tórtola Valencia quedó al cargo de una familia de la clase alta inglesa que le proporcionó estudios humanísticos, al más puro estilo victoriano, y formación en idiomas (llegó a dominar seis: inglés, francés, alemán, italiano, catalán y español), además de formación en danza, dibujo, música y confección.
Tras la muerte de su tutor inglés en 1906 y desafiando cualquier convencionalismo, la sevillana decidió que lo suyo era bailar, con lo que, además, dio carpetazo a una boda de conveniencia. “Casarse es una vulgaridad”, decía, según explica Carlos Murias, estudioso de la danza y una autoridad en la figura de la bailarina sevillana, propósito al que ha dedicado más de una década. Es en este punto de su vida donde se inicia la leyenda: había que escribir una historia personal, eso sí, a veces contradictoria y confusa, y para eso la artista transformó las establecidas obligaciones de la mujer de la época en otra moral de derechos naturales propios de carácter fijo. Profesión de feminismo.
Exquisita, culta, versátil e inteligente, comienza a coser las tiras de su propia vida artística con las experiencias y la información obtenidas de sus múltiples viajes. La India, Grecia o Rusia fueron algunos de sus destinos más frecuentes en los primeros años, a los que volvería una y otra vez. De esas latitudes culturales y étnicas extrajo los componentes y la laxitud corporal necesarios, de medida todavía romántica (y esto es importante), para proveer al movimiento de un concepto propio e identificable en sus coreografías.
Coreografiar un concepto. Referente de escritores e intelectuales
Pero ¿qué fue lo que aportó exactamente? ¿Qué fue lo que la hizo tan única e inigualable? ¿Cómo se puede explicar el fenómeno dentro de la fenomenología? Tórtola Valencia consiguió que una pieza de danza se convirtiera en un hecho antropológico moderno en el que se fundieran conceptualmente la erótica oriental (con su parte exotérica incluida) y el más fino y elegante embrujo del costumbrismo de corte aflamencado. Y consiguió, además, que el espectador lo viera. La resultante de todo ello fue una diferencia bailada de porte y credibilidad tal que lo andalusí no quedaba reducido solo a anecdotario exótico, como entonces se consideraba todo lo que llegaba de España (a finales del XIX todo lo procedente del sur de España tenía mucho sol, exotismo y glamour), sino que se igualaba a ancestros culturales más altamente valorados, como el folclore o la danza rusa. Así pues, la creadora sevillana retrotrajo a la vista del público el punto de duende justo que ciertas raíces del baile español todavía conservaban (y conservan): su origen zíngaro, la ensoñación de toque y el verso (el romanticismo), y una mirada de raza arcaica todavía libertaria. Su marca genuina y verdadero aporte conceptual.
Y todo eso adornado, y aumentado al cien por cien, por el refinamiento de sus confecciones textiles, primorosamente elaboradas, con una originalidad y perfección nunca vistas. Fastuosa, onírica, en el escenario tal parecía que acabara de resolver la riqueza decorativa de las telas al bailar dentro de ellas, mientras iluminaban su figura convirtiéndola en una mujer entre vestal y bayadera, pero a la española. Eso también era de ella.
Tres coreografías hicieron de Tórtola Valencia el sumo tótem para intelectuales, escritores y poetas de la época, a quienes apresó con La danza de Anitra, La danza de la Serpiente o La danza del Incienso. “La bailarina de los pies desnudos”, como la definió Rubén Darío por danzar descalza; igual que Isadora Duncan, una de sus influencias, junto con Nijinsky, Ana Pavlova y Maud Allan. Entre 1910 y 1930 fue constante y habitual en los círculos más cultos y referente para autores como Valle-Inclán, Pío Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Benavente, Emilia Pardo Bazán, Francisco Villaespesa o el pintor Ignacio Zuloaga, quien la inmortalizó en un retrato en 1912, el único que hay de ella.
Todos ellos escribieron poemas inspirados en los movimientos de su cuerpo y se conjuraron para proteger y preservar su arte para el público español –que debía conocerlo, como alguno de ellos argumentaba–, y mucho más tras el sonoro fracaso de su primera representación en España, en el Teatro Romea de Madrid en 1911. La artista venía de arrollar en los escenarios europeos (Francia, Alemania), pero el público español de entonces aún confiaba demasiado en las variedades de siempre. Tras el fracaso, sus “supporters” intelectuales, sabedores de su potencial, la animan a marcharse y a volver a intentarlo más tarde. Y ella, que ya los tenía como amigos y confesores, no desoyó sus consejos: en 1913 se presenta en el Ateneo de Madrid, donde cosecha, esta vez sí, un éxito sin precedentes. Coronaba así la carrera que había iniciado cinco años antes, en 1908, en el Gaiety Theater de Londres, presentándose como la Bella Valencia, en imitación de la Bella Otero (Carolina Otero).
Iba en un pasmo rítmico y felino. / Bajaban mil deleites de los senos, Rubén Darío, 1912.
Es toda llena de profundos ecos, / un sueño oriental de lo divino, Pío Baroja, 1914.
Mientras en la tiniebla transparente / de sus ojos, la luz pone un silbido, Valle-Inclán, 1922.
Mito, retirada e idea de ruptura
Pero la rapidez y fugacidad propias del fervor vanguardista y las profundas grietas que abrió la Gran Guerra en la sociedad europea no ponían nada fácil la consolidación de temples artísticos que no obedecieran a sólidos patrones de asentamiento cultural y social. Algunas vanguardias no fraguaron y se vieron relegadas a ciclos diminutos que se devoraban a sí mismos. No otra cosa, en parte, le ocurrió a Tórtola Valencia, que además tenía una preclara capacidad para discernir cuándo algo o alguien realmente sobra. Y ella, con muy buen ojo, detectó que sus “excesos”, demasiado avanzados en todos los sentidos (artísticos y vitales), no se correspondían con la nueva realidad social que parecía imponerse, y antes de verse relegada a la más peyorativa e injusta de las marginalidades, decidió prescindir, algo prematuramente, de todo el éxito y el reconocimiento cosechado. No había comenzado aun la guerra civil española, y ya estaba prácticamente olvidada.
No solo era una mujer “para pecar”, como muchos, de mano, entendieron al verla en el escenario; era una mujer para hacer un ambigú, para una confesión, para mantener firme un secreto o una promesa, o para la mejor amistad inimaginable, que podía, en un momento, verse rodeada de sexo y droga. Pronto empezó a tontear con la morfina, hábito decimonónico y decadente que la acompañaría el resto de su vida, y la convirtió en sus últimos años en una completa adicta.
Entre los amantes y relaciones que se le atribuyeron, figura una paleta aristocrática tan increíble como fantástica: el rey Alfonso XIII, el archiduque de Baviera o el príncipe de Gales. Y está probada su estrechísima amistad con el Marqués de Vinent, grande de España y gay reprimido, con el que coincidía en ideas (de izquierdas) y tendencias homosexuales. Con el pintor Ignacio Zuloaga se dice que mantuvo una intensa relación, hasta que conoció en 1928 a Ángeles Magret-Vilá, el amor de su vida, a la que legó toda su herencia.
Es cierto que hay muchas cosas en el arte –lenguaje antiguo– que a veces dependen de gustos adquiridos, pero Tórtola Valencia, antes de verse antigua, decidió desaparecerse, igual que esas fases de la historia del arte que, sustentadas en estilos artificiosos, en manierismos, tienden a degradarse por sí solas. Ella, siendo como era, supo saberlo reconocer, pero el mito ya estaba servido. Por eso el caso de la sevillana nos sirve para comprender a la perfección la potente adrenalina estilística y sicológica de las vanguardias y situarlas en su debido contexto, teniendo muy presente que en el inicio del XX España tuvo a una mujer con auténtica temperatura de vanguardia, una fuente de calor indispensable de la que la posteridad pudo echar mano para disponer de un referente de lucidez. Casi nada.
Estamos acostumbrados a rupturas diarias, a diseccionar lo real atendiendo a los miles de fragmentos de tiempo y vida que nos proporciona internet; y esto, tanto si tienen como si no tienen cohesión entre sí o con el marco. Y, sin embargo, hoy ya no importa el sentido que antaño poseía una verdadera ruptura, el sentido crítico que una ruptura creíble plantea, lo que aporta. Hoy se ha hecho más importante la exigencia de compartir que la razón para hacerlo. Se trata de una forma de fluir en continuidad, de no pensar, de discurrir andando sin saber por qué se anda; justo lo contrario de lo que Tórtola Valencia planteó con su vida. Y pese a ello (o precisamente por ello) la estancia en el mundo de la sevillana se hace completamente ejemplar: por ser tan pionera y referencial, por practicar respetuosamente esa ruptura, incluso contraviniendo sus orígenes, aunque en algún caso fuera por motivos de supervivencia.
Ser maja, la imitación posterior
Su posteridad se hace evidente en las imágenes y la iconografía de la producción artística de cineastas, cantantes, showmen, humoristas, transexuales, diseñadores y escritores de los años setenta del pasado siglo en adelante: Almodóvar, María Isabel Quiñones Gutiérrez, “Martirio”, Olvido Gara o algunas señeras visiones del hermoso animal que fue Sara Montiel, entre otros intérpretes. Todos ellos le deben a Tórtola Valencia puntos de partida de su propia trayectoria creativa, que sin el reflejo artístico de la sevillana no hubieran tenido el mismo eco: el de cierto arrebato de modernez por una estética de lo español de locuacidad irreverente y, en algunos casos, un tanto pastiche y ridícula. Ella no lo era, ni la produjo jamás. Había concepto. Y cultura.
Porque, por más que decantar sea el vicio del presente (hilos de hablar ahora, demostración, dación del yo), el reto y el riesgo sigue siendo decir. Decantar no es lo mismo que decir; decir obliga a armar y referenciar de validez una idea nueva, una formulación de pensamiento, detrás de la cual no haya un yo, sino un nadie, o, en todo caso, un nosotros. Y decir, creando, es desorientarse; es moverse y mezclarse en la desorientación; y verse en esa ambigüedad, convivir con ella, y no dolerse en exceso por reconocerse en ese lugar. Y eso es precisamente lo que aromó con esencias y danza Tórtola Valencia, en un mundo de hombres, de sexo y rol masculino, que ella, en cierto modo, también asumió para preservar la intimidad del gran amor de su vida, Ángeles Magret-Vilá, una mujer catorce años más joven que ella a la que en los últimos años adoptó como hija para evitar complicaciones legales en una España totalmente reaccionaria.
Hay que entender la vida y obra de Tórtola Valencia como una conquista ganada para ella, sí, pero también para los demás y, más en concreto, para la mujer. Su lesbianismo le confirió también un halo de misterio y duda, que solo desveló de forma evidente muy al final de su vida. Murió en Barcelona en el más completo de los olvidos, tildada de loca y adicta a los mórficos y al coleccionismo precolombino; uno de esos olvidos que bien pudieran asimilarse a la metáfora del fracaso, de tan grandes como son. Y que deben reconocerse como la tragedia de una mujer extraordinaria, que se puso el mundo por montera y a la que le ocurrió lo que a otros muchos artistas españoles de notable distinción: “¿de quién hablas? ¿Cuándo dices que existió? ¿Qué fue lo que hizo?”.
(Mucho más que estar impresa en una cajita de jabón)
Y, para finalizar, abordemos el nombre: lo último, siendo lo primero; profundicemos en esa idea de leyenda en la que tanto incidieron investigadores como Carlos Murias o María Pilar Queralt del Hierro en su libro Tórtola Valencia. Una mujer entre sombras (Lumen, 2005). Carmen es nombre castizo de mujer, nombre para muchas Españas, podríamos decir; Tórtola es el ave, el símbolo más franco y limpio de libertad; y Valencia, es la mar, el Mare Nostrum, el líquido salino que une continentes. Tal parece que pudieran ser todavía signos de modernidad de una España abierta y plural. Así que si esta mujer no se hubiera llamado Carmen Tórtola Valencia,
¿qué nombre, si no, podría haber tenido?
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