Suele ser recurrente preguntarse por qué alguien da el paso en su vida de ponerse a escribir, y aún más concreta- mente de escribir poesía. Quizá podría hallarse una posible respuesta en la reflexión que ofrece la filósofa estadounidense Judith Butler cuando dice: «Tampoco creo que la literatura nos pueda enseñar a vivir, pero las personas que tienen preguntas sobre cómo vivir tienden a recurrir a la literatura». La falta de una explicación convincente y amplia- mente aceptable para esa necesidad es plausible, pero lo que una vez más deja en evidencia esa innata capacidad para preguntarse que posee el ser humano es que la poesía continúa siendo una forma de indagación que el ser humano no ha abandonado en su utilización identitaria como especie y que trasciende lo meramente lingüístico, siendo una vía de aproximación a lo desconocido, al acto constructivo de nuestros cromosomas como parte de una indagación supracultural, y de ahí esa pregunta inicial con la que da comienzo La arquitectura de las colmenas, libro con el que Raquel Ramírez de Arellano ha recibido el premio de poesía Blas de Otero 2017. «Y finalmente ¿por dónde la ceniza articuló los caminos que transitamos fuera de los mapas?»; una sola pregunta es el ejemplo de cómo solo determina- das obras están dotadas para que las palabras gestionen lo inexacto de la existencia.
Raquel Ramírez de Arellano utiliza el lenguaje como una posibilidad de sentido abierto, de existencia por construir de nuevo, como si cada una de esas unidades de sentido fueran pequeños y autónomos cuerpos estelares con capacidad para gestar un inicio de vida en cualquier lugar, situación o tema, tanto por el significado como por la plasticidad escritural con que imprime al lenguaje un efecto de velocidad, como si sus poemas fueran construyéndose con las imágenes que crea la visualización de múltiples fotogramas proyectados al unísono, los cuales convergen para entrelazarse con su impulsividad plástica y así crear con cada una de esas palabra-fotograma una posibilidad significativa que supera en intensidad a la inmediatamente anterior.
Aborda Ramírez de Arellano el discurso poético con la laboriosidad de lo fragmentado en unidades organizadas que construyen una resituación semántica de lo discursivo y de sus significantes en un marco espacio-temporal aparentemente inconcluso y por ordenar, lo que produce la sensación de que lo que se está leyendo se escribe según es leído. Por ello, esa laboriosidad de lo inconsciente se hace en este libro una confirmación de la seña de identidad del concepto poético que tiene la poeta, pues en sus poemas siempre se desarrolla una «acción poética» más que un «hecho textual»; son poemas en los que acaece la conciencia de que se está asistiendo al encuentro con un acto de vida único, quizá por extraordinario, como ya manifiesta desde el primer poema cuando escribe: «Es extraño cómo abrimos grietas en el interior metafórico de un papel de cuadrícula / por ter- minar soñando de alquiler en la misma cama donde durmió William Butler Yeats». Y es que Raquel Ramírez de Arellano antepone en esta obra la capacidad que el libro tiene de «acto» en vez de «texto», pues es una concepción de la poesía como gestación natural, algo que entronca con ese anuncio de la poesía que hizo Juan Larrea en el poema «Razón», de Versión celeste, cuando dice: «Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, poema / es esto / y esto / y esto / Y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy, / que existe / porque existo / y porque el mundo existe / y porque los tres podemos dejar correctamente de existir»; y también en este caso la poesía tiene esa capacidad a la que alude Larrea al nombrar esa «elocuencia» de lo «movido a resplandor» que poseen algunos de nuestros actos existenciales marcados por la necesidad de serlos, de sernos a través de lo realizado, y ello es la causa principal por la que en la escritura de estas colmenas prima la experiencia de la acción poética y no la afiliación sociológica de sus referentes poéticos.
Raquel Ramírez de Arellano, filóloga y profesionalmente dedicada a la docencia, además de gran lectora, es una gran conocedora de la poesía que la circunda, lo que no le ha impedido situarse a una distancia respetablemente liberadora y crítica respecto de sus referentes, maestrxs e iguales, actitud que ya se pudo percibir en el que fue su anterior y, hasta la fecha, su único libro, Riego automático, publicado en 2014, donde ya decía: «Los poemas se acomodan en orden alfabético por miedo a gravitar. (…). El rigor da miedo, el miedo da miedo, los años aterran. / ¿Cómo a alguien así se le puede encargar que encienda el fulgor de la noche con el interruptor achicharrado del pasillo?». Y ha sido con La arquitectura de las colmenas como ha contestado a ese miedo y ha continuado esa construcción de un rico y elaborado imaginario plagado de impactantes imágenes tan «necesarias» en lo que dicen como tan «necesitadas» de ser un acto de lucha, un acto incansable en el que la poesía surge como respuesta, en el que la poesía es un lugar donde todavía librar un combate a favor de la humanidad, sí, ese sentido de lo humano que surge cuan- do en un poema alguien dice, como aquí lo hace la autora en el poema que cierra el libro, «Lo diré sólo una vez: la verdad es el testigo tartamudo de la muerte». Y de nuevo quizá nos encontremos cara a cara ante el paradigma inicial que nos planteaba la filósofa Judith Butler, de que la litera- tura no nos enseñe a vivir, aunque sí sea en sí misma una pregunta sideral de un «ahora» del que hemos sabido poco, muy poco, pero que de lo sabido, todo recluido aún por la distancia, todo resguardado aún por lo futuro, todo nos acerca a un resplandeciente acontecimiento no elegido pero el cual sí te define con su expresión, con su información sobre la vida como actos-palabra, como lo hace este libro cuyo resonar nos indicará desde ahora mismo un lugar muy concreto de referencia, el de esta mujer que cuando escribe siempre lo hace siendo futuro, y no el suyo, sino el nuestro, el de quienes comiencen a descubrir en su obra algo que las hace a ambas una nueva pronunciación, como cada ocasión en que alguien alcanza a liberar por primera vez un fonema, algo que renombra por primera vez un mundo que esa persona vivirá para intentar comprender y adquirir en ese aprendizaje las propias cualidades de lo que supone «aprender», cualidades todas de lo que se percibe al leer La arquitectura de las colmenas.
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