De ti, de mí, de nosotras, nosotros, los 17, los 20 años. De marcharse a recorrer Europa o empezar una vida. De cuidar de al perro o visitar a los tíos. Del Tinder. Toda nuestra generación y su contexto protagoniza La chica de amarillo (Esdrújula Ediciones, 2018), el debut literario de Juan Domingo Aguilar, que, pese a sus veinte años, porta ya una voz propia. Por eso no teme prescindir de los signos de puntuación o las mayúsculas ni dar voz a «la chica de amarillo» («dime que soy la chica de amarillo»), como hizo Pablo García Casado con Jane en Las afueras (DVD, 1997).
Aguilar toma así el testigo y proclama la nueva sentimentalidad masculina, aquella que acaricia las palabras mientras nombra la delicadeza. Es inevitable identificarse con la sutileza y sensibilidad de su discurso, desprovisto de toda impostura, que a su vez golpea de cuando en cuando para lanzar una sutil crítica social. Aquí no hay ni rastro de la ingenuidad o ilusión que se presupone a la juventud: es todo realidad y desencanto y eso es justo lo que nos sitúa ante una obra honesta, auténtica.
«Los problemas de siempre alquilar una casa
cuidar al perro el trabajo la familia todo es tan complicado
no puedes entender mis traumas me dices
nadie me entiende me dices ahora voy a hablar yo
te voy a decir lo complicada que es tu vida voy a decirte
lo que es complicado vamos a hablar de cosas importantes
de verdad el niño de quince años que ahora mismo
está montado en una barca esperando llegar a la costa
de Turquía sin saber si sus padres seguirán vivos
la frustración de todos los jóvenes
que friegan los baños de Europa
esperando el futuro que se les prometió
la pareja de gays que dentro de una hora
será ejecutada en Qatar por darse la mano en público
mientras nos sentamos y pedimos una cerveza
un niño de seis años recorre cincuenta kilómetros
en África para llevarle agua a su madre
enferma de tuberculosis mientras
tú y yo discutimos a voces en Gaza
(…) mientras tú y yo hablamos de nosotros
en las noticias dicen que han encontrado
en Alepo a una niña que lloraba
entre las ruinas de su casa una niña
que llevaba puesto un vestido amarillo»
Los dramas e hitos cotidianos se mezclan con los de dimensión mundial, de ahí que Siria, los refugiados o Europa del Este tengan sitio en estas páginas. El amor no es ningún ideal aquí: la chica de amarillo no es aquella que a la que perseguía Ted Mosby sino tu hermana, tu vecina, tu prima segunda o aquella chica que se sienta a tu lado en el metro o la biblioteca («las bibliotecas son como los tanatorios») y también la ciudadana de una Europa fingida que se desmorona o aquella cuyo cuerpo encontraron intentando cruzar el Estrecho. La madurez de su discurso aflora; el símbolo del vestido amarillo, que articula la estructura del poemario, es todo aquello que es y no será, un fracaso personal y colectivo.
Sus imágenes dejan ver el bagaje de lecturas de Aguilar, más allá de las citas directas de Leonard Cohen, Bob Dylan, Javier Fernández o Gloria Fuertes. Se nota que sus poemas han pasado por distintas fases y correcciones hasta dejar la palabra justa, desprovista de todo disfraz: desnuda. Y es que crecer es precisamente eso: aprender a dejar atrás los adornos y las promesas para aceptar la realidad propia tal cual es y así dar cuenta de ello.
Por eso La chica de amarillo habla de todos nosotros. Es imposible no sentirse identificado con los poemas de Juan Domingo Aguilar. La realidad sucede justo ahora en ellos. Así, cuando el lector alcanza el final del libro, el ritmo de la voz de Aguilar aún permanece (el ritmo del poemario es uno de los aspectos más trabajados, con ecos a la obra de Carver o García Casado). Sus poemas, que son los nuestros, continúan sonando en la cabeza porque esa ciudad, aquel piso, el tanatorio, Cannon Street, Qatar, el primer pisos juntos, todo eso es nuestro, nos está pasando justo ahora.
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