Esta mañana, después de un tiempo sin hacerlo, abro Google y tecleo «El encierro: 81 días». Debido a que mi zozobra mañanera es incapaz de adentrarse en lecturas de ningún tipo, decido ir directamente al apartado de imágenes. Situado en este espacio virtual, ante el inmenso collage que me ofrece, elijo hacer clic en una de las imágenes que entiendo más representativa de esta serie y dedico el tiempo de mi café en volver a contemplar a Ai Weiwei en su pequeña celda, vigilado por dos guardias mientras come. Como sabemos, el polémico artista chino representa aquí su repentina desaparición, tras la detención ilegal en el aeropuerto de Pekín el 23 de abril de 2011 y que le mantuvo preso hasta el 22 de junio del mismo año.
Animado por los primeros efectos de la cafeína, vuelvo a teclear en Google: «última obra Ai Weiwei» e, inmediatamente, me encuentro con un artículo de El País titulado «Ai Weiwei aterriza en territorio Trump». ¡Cómo no! —exclamo en la soledad de mi salón—. Y es que no me sorprende que uno de los artistas políticos más aclamados no deje pasar la oportunidad de construir macrovallas que funcionen como potentes metáforas críticas contra el gusto por los muros del señor Trump. Al parecer, este alarde de originalidad será exhibido del 12 de octubre al 11 de febrero en lugares muy representativos de Nueva York, supongo que para dar una dosis de emoción y algo nuevo que contar al turista medio.
Animado, aún no sé muy bien por qué, voy a la cocina y cargo un poco más de cafeína en mi taza. Tras unos minutos pensando en las instalaciones de la detención del artista chino, me viene la idea de que debería volver a leer la «La imagen intolerable» de la obra El espectador emancipado de Jacques Rancière. De modo que busco el libro y tomo mi segundo café leyendo las escasas veinte páginas de este capítulo.
Todos somos conscientes de que hemos llegado al fin de los tiempos de la religión del reflejo. Aquellos tiempos en que la imagen era santificada como artificio que mostraba el doble de una cosa. En la actualidad habitamos territorios más complejos, en los que la imagen se instaura como puro juego. Un juego establecido en las arenas movedizas entre lo visible y lo invisible. Y hemos llegado aquí tras ser consciente de algo muy sencillo: el fotógrafo, el más claro representante de lo que creíamos era el arte mimético por excelencia, no reproduce lo que ha estado delante suya. Todo lo contrario, el fotógrafo dispara la foto creando una alteración en una cadena de acontecimientos que destruye o paraliza con engaño. Entra en el reino del jugueteo, del juego pícaro con la realidad. Por lo que podemos decir que la fotografía, el viejo arte de la reproducción, exige ya en su propia naturaleza original un ejercicio de metonimia al espectador si quiere comprender la totalidad de la realidad que representa.
La polémica surge con la siguiente pregunta: ¿Debería el arte exigir este ejercicio de metonimia aun cuando, en la actualidad, su representante del mimetismo, la fotografía, ha sido liberada de sus cadenas «periodísticas»? La respuesta para mí es clara: este ejercicio no debería ser una exigencia para el espectador de arte. El arte no necesita interpelar al espectador para que reconstruya a partir de la parte el todo, más bien requiere todo lo contrario: liberarse en el fragmento para que este fluya estéticamente, alejándose de esa vieja pretensión. Ahora bien, esta liberación que parece darse en el arte, ¿sucede en el arte político? Me atrevo a decir que el arte político sigue anclado en una forma arcaica de creación y no consigue su objetivo si no pide al espectador que entienda una realidad social o política a partir de la obra que le muestra. Sin embargo, no criticaré este arcaísmo del arte político, que sería para mí razón suficiente para ello; criticaré algo que entiendo injustificable: la incomprensión del espectador de nuestro tiempo. Le dirijo la siguiente pregunta a Ai Weiwei: ¿Puede el espectador de 2017 entender la realidad del poder chino a partir del relato artístico de unas celdas? Rancière lo tiene claro: Para que una imagen tenga un efecto político «el espectador debe sentirse ya culpable de mirar la imagen que debe provocar el sentimiento de su culpabilidad». Entiéndase: un espectador de arte político debería sentir culpabilidad, en primer lugar, por el banal hecho de no conocer el sistema que reprime la libertad de Ai Weiwei y, en segundo lugar, por estar mirando una imagen en lugar de dedicar ese tiempo a la acción política. Especialmente, esta segunda razón no debe quedar olvidada para todos esos enaltecedores del arte político (vuelvo a utilizar una cita de Rancière): «El simple hecho de mirar las imágenes que denuncian la realidad de un sistema aparece ya como una complicidad dentro del sistema». Cómplices del sistema…¡cómo me recuerda a Guy Debord! Lo recuerdo porque es él uno de los primeros que denuncia la utilización del espectáculo como medio de crítica política, lo que conduce a neutralizar la acción directa; siendo esta el medio, por otra parte, que nunca debería haber abandonado la política.
La crítica que el lector me impondrá a continuación la conozco de sobra. Me dirán: «El arte es un medio para trasladar una injusticia a una mayor población». A esto me gustaría responder trasladándome de nuevo al argumento de la incomprensión del espectador de nuestro tiempo. No sólo el espectador actual no se siente culpable, sino que, además, es un espectador distraído. Argumentar que el arte puede conseguir concienciar acerca de injusticias, cuando nuestro tiempo lo poblamos espectadores que no podemos capturar y guardar una imagen más que un instante y, por supuesto, carecemos de la capacidad de reflexionar sobre ellas; argumentar esto me parece una frivolidad propia del desconocimiento o la utopía.
Reconozcámoslo, el arte vive tiempos en los que «en» la imagen puede aparecer lo intolerable, pero empieza a no sostener las imágenes «de» lo intolerable. Por ejemplo, la edad dorada de las series muestra innumerables imágenes intolerables, donde lo escatológico está muy presente. Sin embargo, la incorporación a este universo de directores del cine está alejando a este nuevo arte de la crítica social, de mostrar imágenes «de» lo intolerable. Sucede esto aún cuando se presentan historias cargadas de componente «político». Y es así como la estética ha ganado la batalla a la denuncia, y la propia denuncia ha entrado «en» la imagen, desligando a la imagen de su necesidad de hablar «de» lo intolerable de la realidad.
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