En el cuerpo una voz arranca precisamente con la voz de Rodolfo, narrador de la cruda historia que el lector conocerá a través de sus páginas. ¿Es posible encontrar entre capas de canibalismo una forma de poesía? Maximiliano Barrientos logra esto con esta novela publicada por la editorial Eterna Cadencia, donde las voces se desprenden del cuerpo y fluyen en discursos que se intercalan.
Es esta sucesión de voces la que aporta dinamismo a la obra, que arranca con ritmo vertiginoso en plena fuga de Rodolfo y de su hermano, quienes se han enfrentado a las tropas del temible general. El diálogo entre los personajes se desarrolla de manera espontánea en las primeras páginas y el lector se sube al coche con los dos hermanos y participa en la huida y se introduce en el escondite donde un veterinario opera con dificultad al hermano moribundo.
El contexto histórico abarca la división de Bolivia en la nación camba y la nación andina, Barrientos crea una distopía. Lo extremo de este exterminio se fundamenta en una cruenta costumbre que caracteriza a dicho general: la de devorar los cadáveres de los asesinados y ordenar a los prisioneros que se deleiten con esa carne: «Descuartizaron a la mitad y los echaron al fuego. Los esbirros devoraban la carne, algunos hablaban o cantaban. Otros permanecían en un silencio helado, antiguo».
Los nombres de los personajes se pierden, se olvidan y se convierten en cuerpos. El tratamiento del nombre, o la ausencia del mismo, cobra especial relevancia en la novela de Barrientos. El personaje de Rodolfo, superviviente de las guerrillas, acepta el encargo de realizar un documental que recoja los diversos testimonios de aquellas víctimas que todavía tienen una voz para dar forma con palabras a lo que sufrieron. En el capítulo III del libro, titulado «Se me ha ido el grito», se recopilan estas grabaciones que realiza Rodolfo con su ayudante. Observamos a través de esas voces de los testigos de la barbarie que todos se recluyen en un conformismo que les hace afirmar que son otros, ya no son los de antaño, sus recuerdos han sido enterrados: «De ahora en más somos otros. Hay que pensar así». Se incluyen las palabras del propio Rodolfo, que también opina «Elena vio cómo me convertía en otro». La otredad se vuelve una herramienta imprescindible para poder resistir el convivir con ese pasado que se pretende olvidar.
Los personajes asesinados se convierten para muchos en cifras, como afirma otro testigo del caos: «Los muertos se volvieron cifras, no sentíamos nada por ninguno de ellos porque en la mente eran datos […] ¿Usted cree que se puede sentir pena por mil muertos? […] Es un número, nomás».
Sin embargo, estos cuerpos tomarán en la historia la decisión de perdurar por medio de los sueños. En el cuerpo una voz se asienta en el mundo de lo onírico, quizá recordando un poco a Pedro Páramo con el personaje de Juan Preciado combatiente, deambulando en una tierra de muertos. Como ejemplo, sucede en una de las declaraciones, cuando uno de los testigos afirma soñar con uno de ellos, Caín, desmembrado tras pisar una mina: «En algunos sueños Caín encendía un cigarro con la mano que le había quedado y decía que no podía dormir […] Le decía que estaba muerto, que no podía dormir porque los muertos no dormían».
Los muertos aquí siguen creciendo, se desarrollan y adquieren otro tipo de apariencia: «Los muertos también envejecen, quien te diga lo contrario miente […] Se agrietan, el tiempo los seca igual que a nosotros, los vuelve irreconocibles. Los muertos también dejan de ser niños y se vuelven cuerpos aberrantes». Los muertos evolucionan como los vivos y se mezclan con ellos en los sueños.
El deambular del hermano muerto es continuo en la obra. A pesar de no ser, no existir en el mundo, de haberse vuelto un recuerdo, una cifra más en ese exterminio, la presencia del hermano de Rodolfo es incesante en los sueños de este. Es más, la parte IV del libro que lleva por título «El cerebro del hermano» es la más surrealista en la historia. Las imágenes se intercalan y proyectan sueños y recuerdos del hermano muerto. «¿Estoy muerto?, dijo»; «¿Estamos muertos?, dijo». Este rasgo de la novela recuerda, inevitablemente, al realismo mágico latinoamericano, que todavía persiste pero con otro color, un color más rebelde y sanguinario.
Muertos que charlan con muertos. Este capítulo se compone de extractos donde la poesía se presenta como píldoras, como ese momento en el que el personaje femenino de este surrealista capítulo, un recuerdo de la muchacha que el hermano alguna vez quiso, se saca los ojos y los arroja en los escombros de la granja donde crecieron. La realidad convive con la alucinación y la fantasía en esta novela cruda pero donde palpita la belleza, «la rabia eran pájaros en la cabeza».
La magia y la superstición tienen su lugar en la obra no solo a través del protagonismo que cobran los muertos, sin cuerpo pero que siguen siendo voz, sino también con personajes como las parteras de algunos testimonios. Ejemplo de esto es aquella que sueña que el hijo muerto de una apesadumbrada mujer es un jaguar que bebía en un estanque «con las patas y la mandíbula ensangrentadas». O esos tatuajes que protegerán de todo mal a aquellos que los porten.
La voz y el cuerpo, tan necesarios en la obra, acaban siendo uno en Rodolfo cuando su Otro Yo se transforma en el general, el enemigo número del pueblo boliviano. El asesinato en el coche con un par de balazos dirigidos al caníbal, causante de tanto dolor, provoca una reacción en el protagonista, que acabará asimilando el cerebro del exterminador. Así, el lector se introduce en el cerebro del general a través del cuerpo de Rodolfo, perdido, alucinado, enclaustrado en un centro psiquiátrico:
«Vi, desde los ojos del otro, desde los ojos donde la voz me metió, el cadáver en el asiento trasero. Era eso, yo solía ser eso. […] La voz se posesionó del cuerpo del otro».
Las voces en las grabaciones, las voces de los muertos que perdieron su cuerpo, que están enterrados en fosas comunes o que fueron devorados por sus asesinos, pueblan la obra. La voz de Rodolfo se confunde con las de los demás personajes al presentar el autor los diálogos de manera libre, sin reglas. Ese modo de narrar trepidante que caracteriza a este nuevo siglo y del que también participan autores como Emiliano Monge.
Maximiliano Barrientos realiza un ejercicio de equilibrio cuando es capaz de presentar escenas tan crudas e intercalarlas con la belleza de un surrealismo onírico. Los muertos con voz propia y el dialecto local de los personajes que conversan con ellos tiñe todo de un nuevo realismo mágico, o quizá, un surrealismo mágico.
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