Probablemente El tiempo, tribunal de la historia sea uno de los libros más recomendables para los tiempos que corren. Estos donde el exceso o la pérdida de tiempo somatizado en aburrimiento, ansiedad y nihilismo nos hace pasar despiadadas horas bajo el influjo de lo mismo seducidos por una terrible apariencia de lo nuevo.
Reyes Mate, quien recibió el Premio Nacional de Literatura en 2009 por La herencia del olvido (Errata Naturae), investigador incansable en el proyecto «La filosofía después del Holocausto», y para quien la Guerra Civil española fue un ensayo de lo que se libró en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial y su herencia, nos ofrece una excelente reflexión sobre la justicia ligada a la memoria y a la concepción del tiempo en el libro que aquí nos ocupa: El tiempo, tribunal de la historia (Trotta). Por cierto coincidente con la exposición –también de mención– de Arte Canal en Madrid, Auschwitz, por la que anteayer deambulé y no pude dejar de ver personas con el móvil sacando fotos al vagón que allí, a las puertas, se encontraba. De esto va este libro ¿Qué nos queda del acontecimiento de la barbarie sino una terrible museística por la que se pasean seres imposibles de interactuar, no sólo con la realidad, sino con la experiencia de la memoria y del horror?
El libro de Reyes Mate empieza así: «Supimos de los campos de exterminio al final cuando la catástrofe había tenido lugar y casi había alcanzado el objetivo para el que habían sido creados. Casi, porque los campos fueron liberados y eso quiere decir que Hitler fue vencido. La derrota del fascismo impidió la consumación del crimen, a saber, que viéramos el exterminio judío con los ojos de los verdugos. El crimen físico y el hermenéutico van juntos. (…) Este objetivo hermenéutico del hitlerismo que consistía en banalizar el crimen privándolo de significación moral, esto es, invisibilizándole, es lo que hace de este acontecimiento algo singular y único.» A lo que Mate se hace una sutil pregunta: «Los nazis perdieron la guerra, pero ¿también la batalla interpretativa?». Una pregunta para la que Adorno tenía respuestas: «Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante».
No obstante, cómo hacer frente a una tradición y su memoria que sin atisbarlo ha sido capaz de lo peor, es la pregunta que se han hecho desde el acontecimiento muchos historiadores. Reyes Mate nos propone además una reflexión donde la revisión tiene que situarse en el pensamiento occidental sin vagar por la comodidad y, en consecuencia, el olvido. Sin embargo, para Mate los frutos de esta revisión no han tenido lugar: «Hemos conseguido institucionalizar la memoria del Holocausto, hay museos que la conservan, monumentos que la eternizan, películas y obras de teatro que la tematizan (…). Seguimos viviendo como si nada hubiera ocurrido porque no se nos pasa por la imaginación que aquello sea una línea divisoria, ni que hay un ante y un después. A nadie se le ocurre decir que habría que leer hoy a Aristóteles o a Kant de una manera diferente a como se les leía antes. (…) tendríamos que haber tomado en serio el nuevo imperativo categórico, a saber, pensar de otra forma todo lo que nos constituye como sujetos y como comunidad: pensar de otra manera la política, la ética, el derecho, la religión, el arte… ¿Es eso posible? Siendo los mismos ¿podemos pensar diferente?». Está claro que si no lo hemos conseguido ha sido porque no podemos renunciar a la estabilidad que nos da saber que somos como somos, aunque para ello signifique no ponerle remedio al mal, y en consecuencia, invisibilizarlo. No sólo con Auschwitz, ¿qué pasa con las «crisis» en Siria e Irak? ¿qué pasa con el conflicto Israel-Palestina? ¿qué pasa con Estados Unidos y Korea del Norte? ¿Qué pasa incluso cuando una catástrofe natural acontece? Nada. Esa es la terrible respuesta. Accedemos a la información tras la comodidad y la frialdad de una pantalla de televisión que hermetiza los acontecimientos como si no fueran fruto de este mundo.
En este sentido para Mate «Si Europa no acaba de tomarse en serio la memoria, no puede ser por mala voluntad. Hay voluntad de memoria, lo que falta es asumir lo que eso significa. Pensarnos de nuevo se dice pronto, pero compromete a mucho porque nos obliga a revisar vigas maestras que sustentan lo que hacemos y pensamos. Nos podemos imaginar las resistencias activas para impedir el cambio. Y, sin embargo, la mayor resistencia es pasiva, es una forma de pensar que se ha convertido en el hábitat natural. Es esa invisible trinchera la primera que hay que conquistar. Tiene por nombre «tiempo», una categoría privilegiada para juzgar el alcance de la historia que queremos construir.» Un tiempo que para Mate debe de ser apocalíptico y no gnóstico –fundamentando la idea de progreso–. Para hablar de nuestras concepciones históricas del tiempo –claro está en Occidente–, Mate traza una línea que va desde las antiguas concepciones mesiánicas ancladas en el judaísmo, la apocalíptica propia del cristianismo hasta llegar a la gnosis o falsa idea de progreso que como vorágine va enterrando este mundo que habitamos. Rescata y revisa a autores tan fundamentales como Pablo de Tarso, Walter Benjamin, Karl Marx, Martin Heidegger, Carl Schmitt, o hasta la disputa entre Camus y Sartre que vale la pena volver a poner encima de la mesa.
Pero ¿a qué se refiere Mate con qué el tiempo sea un tribunal?: «El tiempo es el tribunal de la historia porque la valoración de lo que en ella ocurra depende del tipo de tiempo sobre el que se asienta. Si otro mundo es posible es porque hay una alternativa al tiempo de nuestro tiempo.» Considero sumamente interesante lo que de esta premisa sale y que el autor desarrolla en el libro, a saber, asumir las consecuencias históricas dependiendo de la rúbrica del tiempo en la que nos encontremos. Y la nuestra, temiblemente, se encuentra ahora anclada en esa falsa idea de progreso que está llena de instantes vacíos y donde la moralidad poco a poco va siendo desplazada por la contingencia de lo nuevo.
El autor acaba con un párrafo que alienta no sólo la lectura del libro, sino la profundización en esta materia: «Esto es la letra grande, pero hay también una letra pequeña. Nos preguntamos por qué triunfan los miserables, por qué ganan las elecciones los corruptos, por qué los esclavos apuntalan a sus amos, por qué premiamos la mediocridad, por qué somos fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, por qué no reaccionamos ante el desastre que se avecina, por qué no decimos basta a un orden mundial que lleva a la catástrofe… Sin duda porque son preguntas complejas que no admiten respuestas simples. Entre esas causas explicativas una es, u no la menor, una concepción del tiempo, dotada de poderes divinos, que por sí sola nos salvará. Contra su real y misterioso poderío están escritas estas líneas y lo hacen recordando que hubo un tiempo en que el tiempo era diferente. Otro mundo es posible porque este tiempo que nos habita no es el único posible, no responde a ninguna exigencia de los dioses ni de la naturaleza, sino que es obra de avatares históricos. Al cuestionar su tiranía, nos volvemos al origen que puso en marcha el tiempo, y que no es otro que la pregunta y la respuesta al sufrimiento humano.»
Por cierto, a cerca de la posibilidad de otro tiempo distinto de este, también recomiendo encarecidamente la visita de la exposición El Gran Río: Resistencia, Rebeldía, Rebelión, Revolución en el círculo de bellas artes por la que ya han pasado McKenzie Wark y que pronto asistirá Didi-Huberman.
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