PRIMERA PARTE
Todas las aventuras comienzan más o menos de la misma forma: un héroe traspasado por la magnitud de las circunstancias se ve de pronto empujado a tomar una decisión. Esta concurrencia, presentada casi siempre en forma de problema irresoluble –el gran problema de la vida–, lo obliga con frecuencia a moverse hacia delante; mirar atrás lo reduciría, ya se sabe, a estatua de sal. El héroe se embarca o se sube a un avión sin destino fijo. Puede que también se ponga a correr, como hacía Antoine Doinel al final de Los cuatrocientos golpes. Huir. Escapar. Quitarse del medio. El cine americano nos ha dado no pocos ejemplos de héroes con esta naturaleza escapista; tipos que no se lo piensan dos veces cuando de lo que se trata es de arrancar el chevrolet y desaparecer al otro lado de la frontera. Al género se lo conoce popularmente como road movie, y su fundador, permítase el anacronismo, no es otro que Homero. Algo de odisea hay en eso de coger carretera y manta, en conducir hasta quedarse sin combustible. Homérico es, también, volar como lo hacían aquellos dos mitos tempranos del feminismo fílmico que, traspasadas por un irrefrenable anhelo de libertad, alcanzaron la eternidad bajo los nombres de Thelma y Louise. Más o menos en forma de huida se presentaba también la que probablemente sea una de las novelas más célebres de la literatura universal, esto es, Moby Dick. Ishmael, que se encarga de narrarnos en primera persona las obsesiones del tronado capitán Ahab, responde como ningún otro al arquetipo de héroe superado por la vida, ese mismo que, movido por una frustración interior, elige subirse al primer barco que encuentra antes que perpetrar una carnicería en el centro de la ciudad. Algo hay en Ishmael de esos lobos solitarios tan característicos de nuestra época. Individuos que, ante la inminente amenaza de la soledad y el aislamiento, deciden rebelarse contra todo y contra todos, pero sobre todo contra sí mismos, porque también este viaje tiene precisamente algo de catarsis, de inminencia de una guerra, aquella que todos, del mismo modo que Ishmael, libramos de manera constante contra nosotros mismos. Como hace ya varios meses que me he declarado la guerra, pienso qué habría hecho Ishmael en mi situación. Tengo la certeza de que se habría ido a conocer la parte acuática del mundo, pero Sevilla hace tiempo que perdió su hegemonía como ciudad portuaria, de modo que estoy obligado a buscar el camino de salida a ras de suelo. Por la mañana temprano suena un teléfono. Es Pepe Fley, camionero de mediana edad acostumbrado a atravesar en solitario las carreteras de medio mundo. He quedado con él a las afueras para acompañarlo en un viaje que nos llevará desde la capital de Andalucía hasta Rotterdam, donde descargaremos un frigorífico con hortalizas procedente de Marruecos. El estilo de vida de Pepe, como el de tantos otros camioneros, consiste en subirse a un camión y enfilar la carretera hasta que el cuerpo aguante. En este caso viajaremos en una mole de quinientos caballos y 24 toneladas a través de 4600 kilómetros. El cuerpo y la mente de Pepe están curtidos por años de experiencia en autopistas, autovías y carreteras secundarias, siendo capaz de pasar entre ocho y once horas al volante sin pestañear. No obstante, al principio me muestro dubitativo. ¿Para qué? ¿No se está más cómodo en el sofá? ¿Qué haría Ishmael en mi lugar? Por lo pronto, seguro que iría ligero de equipaje. Yo, por el contrario, cargo con una mochila repleta de libros, comida, una muda para varios días y, como decía Céline, la suficiente suma de delirio para hacer bailar la vida. Cuando Pepe aparece con el camión, un enorme sol naranja está todavía quemándome la nuca. «No te vas a la guerra, Andrés». Me fijo en su equipaje: una bolsa de deporte con cuatro calzoncillos y dos camisetas. «Aquí uno se ducha cada tres días, si tienes suerte». Nuestra primera parada la hacemos en uno de esos polígonos desolados que crecen a espaldas de la ciudad. Allí repostaremos, engancharemos la carga frigorífica y finalmente enfilaremos la carretera hasta que la noche se nos trague como un lobo sobre la provincia de Badajoz. Con el atardecer, las fábricas adquieren un aire de triste morriña que retrotrae a algunas viejas películas de Wim Wenders. A los paisajes urbanos de París-Texas, los cuales dejan paso en mi memoria a los espléndidos y elegíacos cuadros de Edward Hopper; pinturas atravesadas por calles solitarias y siluetas humanas desoladas en los que uno no tiene del todo claro si estas están a punto de salir adelante o, por el contrario, acaban de llegar a la terrible conclusión de que es mejor descerrajarse la tapa de los sesos.
Pero no me quiero demorar con descripciones urbanas, nunca se me han dado bien y además detesto localizar adjetivos que describan el modo en que mi estado de ánimo se proyecta contra edificios y cosas. Voy a lo básico, lo que realmente me interesa son los individuos y sus entrañas. Un vigilante viejo con el rostro ajado nos saluda desde el umbral de la casetilla. Está barriendo la acera con un escobón de brea. Tras él, dos chuchos igual de sucios y mugrientos aparecen y nos ladran con hostilidad. Tras intercambiar algunas palabras con el viejo, entramos en la nave, donde una flota de camiones asoma dibujando extrañas simetrías. Los perros corren ahora detrás del camión, y al bajarme, uno de ellos trata de morderme. «Eso es porque no te conoce». Saben que no soy uno de ellos. Saben que no soy camionero, y que lejos de estar curtido, hiedo de lejos a niño de papá. Lo cierto es que nunca antes he visto un perro con los nervios tan crispados. Pepe dice que son madre e hijo, y que no están acostumbrados al afecto. La madre tiene el lomo quemado «Algún hijoputa se entretuvo derramándole ácido». El hijo está tuerto y medio cojo. La misma voluntad que invierte en atacar, la pone también en salir por patas cuando se ve amenazado. «Estos chuchos están muertos de miedo, pobrecillos. Míralos como tiemblan. Qué cosas habrán tenido que vivir para que tiemblen de esa forma». Mientras Pepe ultima los preparativos, trato de familiarizarme con la cabina. A decir verdad, no nos falta de nada. Estamos provistos de hornillo, sartenes, nevera y hasta de una despensa con comida para aproximadamente tres semanas de viaje. También tengo mi propia botella de mear. No vamos a parar en horas, de modo que más me vale mostrar habilidad metiendo la polla en el agujero. Más adelante tendré oportunidad de comprobar con qué destreza es capaz Pepe de mear sin retirar las manos del volante. «Estoy jodido con la próstata, por lo que siempre tengo ganas. El médico me ha mandado unas pastillas, pero de momento no han dado resultado. También el ajo dicen que es bueno, y que hay que tomarlo recién levantado. Pero su puta madre, qué malo está el ajo negro por la mañana». Mientras tanto, otro camión se cuela en el recinto. Se trata de Mustafá, un transportista marroquí recién llegado del puerto de Algeciras. «Soy Mustafá». «Pero yo morito bueno». Mustafá tiene esa jovialidad en el rostro típica de los mediterráneos. Es moreno y exhibe un enorme mostacho grisáceo. Durante un rato permanecemos junto al camión escuchando las desventuras laborales de Mustafá. Parece que las cosas se están poniendo feas. La empresa no paga y abusa de los trabajadores abandonándolos a su suerte en polígonos del norte de Europa hasta la llegada de una nueva carga. Más me vale mostrar de qué modo tratan los peces gordos a sus trabajadores. De lo contrario no seré más que un turista. Uno de esos que vestidos de domingo se acercan al zoo para observar a los leones desde la distancia; del mismo modo que ellos, y aunque mi intención no sea otra que la de agudizar los sentidos para transcribir los avatares del transportista, no dejo de tener la desagradable sensación de que en realidad apenas voy a lograr desarrollar una empatía lejana. Cuando regresemos, Pepe descansará veinticuatro horas, intentará charlar brevemente con unos hijos distantes y a continuación se reincorporará otra vez a la carretera. Por el contrario, yo volveré a mi monótona vida de opositor frustrado. Me tiraré en el sofá, daré rodeos y recordaré esta experiencia como el año que viajé en camión. Quizá no me diferencie gran cosa de esos antropólogos decimonónicos que se adentraban en la selva amazónica para mirar hasta el fondo de la boca de unos indígenas acongojados. No estoy de acuerdo. Me desdigo. Puede que sea un vago y un endeble, pero nunca he soportado a los estudiantes de Antropología. Entonces qué. Dejo de pensar en cuanto aparece Oliveira, chofer portugués procedente de Francia. Dice que se acabó. Que ahora lo que toca es volver a casa para pasar la Pascua con su madre. Una de las primeras cosas que descubro en cuanto iniciamos el viaje, es que Europa está atestada de camioneros portugueses. Todos hablan español y todos muestran un carácter mucho más reservado que sus colegas españoles. Adeus, Oliveira. Até logo. Nos lanzamos al asfalto. La noche se nos echa encima y apenas tenemos tiempo de disfrutar de las vistas que nos ofrecen las dehesas extremeñas. Pepe me habla de sus viajes a lo largo y ancho del continente europeo. Hoy su destino es Rotterdam, pero ayer lo fueron Lyon, Bari o Friburgo. «También antes era distinto, había más compañerismo. Hoy, si te quedas tirado en medio de la carretera, no te ayuda ni el Tato. Ya ni siquiera usamos la frecuencia de radio. Estamos más solos y desprotegidos que nunca. Tenemos miedo de que nos despidan, por lo que cada uno se ve obligado a cuidar de sí mismo». El camionero de hoy se ha convertido en una bestia solitaria. Hastiado y empujado al embrutecimiento por las exigencias de un empresario que solo se preocupa por ganar más, por no perder un solo céntimo, por llegar a tiempo a un cliente que no exija indemnización, no deja de resultar milagroso que solo unos pocos terminen sus días alcoholizados o convertidos en papilla bajo los hierros de la cabina. A un lado de la carretera aparecen los primeros clubes, que lucen, sobre todo de noche, llamativos y parpadeantes letreros de neón con colores vivísimos y eléctricos. Es durante la noche precisamente cuando la soledad alcanza su cota más alta. Por eso muchos camioneros se esfuerzan y piensan en su mujer, se acuerdan de aquella vez en el parque, cuando todavía eran novios y se besaban hasta desgastarse con el hedor de la primavera. Cada cual recurre a su propio recuerdo; los trucos de la mente. Pero no todos han almacenado este tipo de imágenes salvíficas. Los hay que están al borde de la jubilación y, por lo tanto, eso del primer amor les queda ya demasiado lejos para usarlo a modo de chaleco salvavidas. Estos, que a base de hostias se han visto obligados a desarrollar un carácter más pragmático, solamente piensan en obtener una jubilación decente y pasar los años que quedan tostándose el culo en Benidorm. Sin recuerdos, sin memoria, y con más desencanto que ilusiones, creen que el abrazo de una puta es el merecido descanso del guerrero. Te tomas un par de Gin Tonics, y a la habitación. «Chupa, chupa». «Así es la vida». La carretera siempre ha sido un espacio internacional. En el asfalto lo compruebas rápidamente echando un vistazo a la matriculación de los vehículos, aquí, en el triste burdel de carretera, la procedencia se descubre por la piel. Porque no es lo mismo una piel del Perú que otra del Este. Se conoce por el tacto, por el olor y por los mordiscos. «Mira, chata, me queda mucho cole por delante, así que haz todo lo posible porque no acabe convertido en uno de esos perros muertos de miedo que te muerden a la primera de cambio». Ya de madrugada, entramos en la provincia de Cáceres. A un lado y a otro desaparecen pueblecitos y aldeas, reductos de una España profunda y miserable. Las Hurdes: tierra sin pan. Plasencia, iluminada, parece una gran urbe desde la distancia. Y sin deteneros continuamos subiendo hasta encajarnos en Castilla y León. Escenario tétrico y católico. Lugar de santos extáticos y de escritores con afición a la caza. «Eso de ahí es Salamanca». «Eso otro Valladolid». De noche todos los gatos son pardos. En Estepar, provincia de Burgos, nos espera Costa, otro camionero portugués que saldrá por la mañana en dirección a los Países Bajos.
SEGUNDA PARTE
Existe una íntima relación entre el acto de viajar y el de escribir. Ahí está la tradición para constatarlo. Puede uno olfatear con detenimiento la historia de la literatura que siempre saldrá al paso un escritor errante. Los escritores de esta categoría vienen a ser la antítesis de lo que, por ejemplo, fue Kant, a quien hoy conocemos por practicar una filosofía de corte más bien sedentaria. El pensador alemán no salió nunca de Königsberg, decantándose por una existencia metódica y repetitiva, típica del profesor pietista que fue. Más allá del periodo ilustrado, y algunos siglos antes de que Kant publicase la Crítica de la razón pura, un noble francés aficionado a escudriñarse las entrañas inauguraba lo que hoy todos conocemos como el género ensayístico. Me refiero naturalmente a Montaigne, cuyo temperamento osciló toda la vida entre el sedentarismo kantiano y la humana curiosidad por ver mundo. En 1580 el autor de los Ensayos abandona la torre de su castillo de Burdeos en la que se ha recluido voluntariamente y, con el escepticismo del que no espera gran cosa de la vida, se lanza a recorrer Italia. Tomándose a sí mismo como sujeto de estudio (el filósofo francés fue un modélico conejillo de Indias) Montaigne acaba de llegar a la socrática conclusión de que, Que sais-je? Escolio: es hora de salir a ver cosas nuevas y registrar de paso lo visto en un diario que pasará a la historia como: Diario de viaje a Italia: por Suiza y Alemania en 1580 y 1581. Al otro lado del mundo y del tiempo, el hirsuto Herman Melville va a representar junto a Joseph Conrad el paradigma del escritor errante. Y es que el autor de Moby Dick puede presumir de tener una de esas biografías que superan con creces la fantasía de cualquier obra literaria. ¿Qué escritor de nuestra época puede vacilar de haber sobrevivido a una tribu de caníbales? Qué travesía tan triste y confortable, qué hazaña tan de andar por casa me parece este viaje si lo comparo con cualquiera de las aventuras en las que se vio envuelto el autor de Bartleby. También en España gozamos de una vasta tradición en lo que a literatura de viajes se refiere.
Cela arrancó a andar por los caminos de Guadalajara a finales de la década de los cuarenta y después redactó un librito titulado El viaje a la Alcarria; Juan Goytisolo y Ana Briongos han escrito importantes libros de viajes; mientras que Rafael Chirbes nos ha dejado plasmadas algunas de sus traslaciones alrededor del globo en otro magnífico e ilustrativo libro: El viajero sedentario. Pero si existe una generación que destacó por su vocación nómada, esa no es otra que la Generación Beat. Surgida alrededor de la incipiente contracultura norteamericana de los años cincuenta, esta nueva pléyade de poetas y narradores estadounidenses practicó desde sus orígenes un vagabundeo que quedaría plasmado en la novela que en 1949 escribiera Jack Kerouac. En On the road, Kerouac detallaba todos y cada uno de sus viajes a lo largo y ancho de Estados Unidos en compañía de Neal Cassady. Junto a Allen Ginsberg y William S. Burroughs formaron una de las camarillas intelectuales más famosas y lisérgicas de América. Pero Kerouac y su banda no eran más que puñado de hipsters, entiéndase el término en sentido literal, esto es, aquellos jóvenes que mostrando cierto interés por el jazz imitaban el modo de vida de los músicos negros; aquellos mismos que poseídos por inopinados espasmos satánicos, improvisaban en los garitos de los bajos fondos de Arkansas. Los beatniks querían ser como Charlie Parker, y algo de pájaro debían tener a juzgar por su incontestable tendencia al nomadismo. Como escritores, por el contrario, los beats dejaron bastante que desear. On the road es un texto mediocre y aburrido, pero la cosa se pone particularmente gravosa si tenemos en cuenta el hecho de que sus personajes están todo el rato moviéndose, girando como peonzas enloquecidas. Dotado con una enorme capacidad para vender la moto a jóvenes barbilampiños que habiendo terminado el instituto darían su mano derecha por abandonar el nido familiar y recorrer mundo, Kerouac palidece cuando uno lo lee a los treinta. No sé si On the road le dirá algo a los cuarentones en crisis, o a los cincuentones en crisis, o al sexagenario que sabiéndose pronto septuagenario se olvida de las crisis porque, qué más da ya todo si la vida es un asco. La verdad es que como movimiento literario la Generación Beat siempre me pareció una tomadura de pelo. Tampoco me gustan los escritores que se organizan, que se mueven en pandilla o que se reúnen para leer sus dolientes poemitas de colegialas deprimidas. Ni Ginsberg ni Burroughs me interesan, y del último, lo único que he aprehendido a lo largo de los años es su capacidad para sobreponerse a las desgracias. En resumen: si la Generación Beat ha logrado sobrevivir hasta nuestros días es en parte debido a su capacidad para metamorfosearse con las exigencias de una industria cultural que no duda en apoyarse en ciertos modos de literatura para vender pantalones vaqueros, camisetas y zapatillas deportivas. Pero nada de esto importa porque Pepe no sabe quién diantres es Jack Kerouac, ni falta que hace. Como el hombre de campo que en realidad es, José Fley expresa su sencillez a través de una mirada franca y generosa. No apuesto un duro por casi nadie, pero me juego el cuello a que Pepe es una de esas pocas personas verdaderamente bondadosas que aparecen de vez en cuando a un lado del camino. De chico vivió en Fuente de Cantos, donde su familia era propietaria de una finca de ganado. No se puede decir que los Fley Godoy se arruinaran con la crisis de 2008, la cual pilló a Pepe casi por sorpresa. En realidad la familia había entrado en decadencia muchos años antes, y desde el volante del camión, éste no sabe si culpar a la mala gestión de un tatarabuelo perdido en el espesor del tiempo o a una de esas tías solteronas, derrochadoras y mezquinas. En cualquier caso está claro que Pepe ha crecido en el seno de una estirpe venida a menos, lo que me recuerda a aquellas familias incestuosas que tan colosalmente supo describir Faulkner en algunas de sus mejores novelas. Los Fley Godoy como el reverso español de los Compson o de los Bundrens, con toda esa galería de parientes desquiciados, egoístas y decadentes. Una estirpe familiar que tuvo pero que no retuvo. «Allí en el campo yo era feliz. Aunque trabajaba a destajo, no me quejaba. Ojalá pudiera cambiar el camión por los cochinos». Durante la madrugada, y para paliar la monotonía de la carretera, Pepe me habla de su infancia, de los madrugones, de aquella vez de chico en la que regresando de pescar, ya de noche, le salió al paso en el bosque un zorro que lo hizo cagarse en los pantalones. «Cuando llegué a mi casa, pálido y con las manos temblando, mis padres estaban tan tranquilos, frente a la lumbre. Mi padre me miró y dijo: ¿Y el cubo? Me había acojonado de tal forma, que olvidé la palangana volcada en el suelo. Por la mañana, cuando regresé, no quedaba ni rastro de las pencas. Algún animal se las había jalado a mi consta». Ya en la estación de servicio de Estépar, situada a veinte kilómetros de Burgos, descubro el extraño vínculo que une a transportistas y camareras. Con el acento estirado de la planicie castellana, estas últimas recitan de memorieta el menú del día a los tipos gordos y jadeantes que, por darse un capricho, y porque la vida son dos días, acaban de llegar al bar restaurante dispuestos a ponerse hasta arriba. Muchos saben que hoy les toca jornada completa a la Magda y a la Estefanía, que aunque tienen sus novios y sus historietas en la capital, se muestran siempre solícitas y respondonas. «De primero tenemos Sopa de lentejas, Caldo gallego y Ensalada de pasta. De segundo Churrasco con chimichurri, Mero a la plancha y Costillitas de cordero». ¿Y de postre? La Magda contesta como un relámpago: «Arroz con leche, Crema catalana, Pudin de vainilla y Helado». Pepe dice que tanto la Magda como la Estefanía tienen más tiros dados que una escopeta de feria, y que por eso resulta divertido tirarles de la lengua. Los camioneros las provocan, se muestran zalamaeros y hasta las llaman preciosa. Pero ni la Magda ni la Estefanía son bonitas. No obstante, en el bar restaurante nadie se pasa de la raya. A fin cuentas, la gente está trabajando «Ya en vacaciones hablamos, pero en vacaciones no me ves el pelo por un sitio de estos ni de coña, preciosa». Qué poco romanticismo y cuánta guasa despacha la Estefanía. La Magda, que no se queda atrás en amargura e ironía, es contrahecha y llama la atención por su palidez y sus ojeras. Ahora que el calor aprieta, cualquiera puede fijarse en el tatuaje con forma de cenefa floreada que le trepa a la Magda por el antebrazo. «En Burgos no es normal esta temperatura, pero dejadnos disfrutar, leñe». Mientras Pepe duerme, aprovecho y me siento en una de las mesitas del salón comedor. La Estefanía me sirve una cerveza y luego se pierde en la profundidad de una cocina humeante. Con la caída de la tarde, el local se llena de camioneros que acaban de dar por finalizada la jornada en la carretera. En realidad, a un transportista no le está permitido conducir más de nueve horas diarias, por lo que está obligado a hacer una pausa de cuarenta y cinco minutos por cada cuatro horas y media de conducción.
Quizá antes resultaba relativamente sencillo burlar esta imposición, pero desde que lo digital ha sustituido a lo analógico, el tacógrafo se ha convertido en el Gran hermano de la carretera. Hoy todo está informatizado y controlado. También el asfixiante y burocrático ambiente kafkiano ha llegado al mundo del motor. Si un conductor excede el tiempo reglamentario de conducción, si a un picoleto rabioso o a un gendarme al que su mujer lo acaba de abandonar porque éste ya no es capaz de complacerla en el catre le da por echarle un vistazo al disco, —así es como se conoce al tacógrafo en el gremio—, más te vale haber cumplido, de lo contrario el regalo puede ascender a los mil euros; además es el trabajador, y no la empresa, el responsable de abonar la cuantía. Por eso Pepe cumple rigurosamente con lo establecido «Bastante tengo ya con lo que tengo. Y más ahora que me he visto obligado a apuntar a Juan Pablo en una academia de inglés». Do you speak english? En Estépar se corre la voz de que estoy trabajando en un artículo sobre la vida del camionero, de modo que no tardan en aparecer las primeras voces dispuestas a dar su versión de los hechos. Por lo general, el transportista es un individuo comunicativo que, deseando romper el aislamiento de la carretera, te cuenta una batalla y después la otra. Los camioneros son grandes aficionados al anecdotario. Y así, de batallita en batallita, hasta que llega la hora de refugiarse de nuevo en la cabina porque mañana hay que darse el madrugón. No es difícil distinguirlos en áreas de servicio en medio de ninguna parte formando corrillo, conversando acerca de lo puteado que está fulano o señalando la mala suerte de mengano, que habiéndose quedado dormido, tuvo un porrazo hace dos días en la Autovía del Sur. Si no hablan como amigos, lo hacen, al menos, como compañeros que se conocen muy bien. Por eso me quedo sorprendido cuando Pepe me dice que a Espinete, el tío que transporta un frigo con manzanas y naranjas guachintonas, no lo conoce más que al tipo de la gasolinera donde hemos parado a repostar. ¡Qué familiaridad en el trato! Es la necesidad, que apremia. Aristóteles dijo que el hombre solitario es una bestia o un dios, pero Espinete no es ni una cosa ni la otra. Ni una alimaña ni un santurrón. Nacido en Jerez de la Frontera, Espinete está sentado a mi lado zampándose el bocadillo vegetal que le acaba de servir la Magda. «Mi madre dice que estoy gordo, así que procuro llevar una vida sana y saludable». Lo cierto es que Espinete responde como ningún otro al arquetipo clásico del camionero. Si aceptamos la existencia real de ese mundo inteligible del cual nos hablaba Platón; si avanzamos por sus silentes bosques de ideas fijas e inmutables, no tardaríamos en encontrar a Espinete sobre el basamento que hospeda la idea clara y distinta de lo que en rigor debe de ser un camionero. Espinete es robusto, de brazos hercúleos y tatuados, con una presencia poderosa y sin embargo lento de movimientos. Su abuelo fue camionero, su padre fue camionero y ahora también él conduce su propio camión. Este gigante del asfalto bien podría medir su corpulencia con el mismísimo Thor, así como con cualquiera de los hirsutos dioses que componen la intrincada genealogía nórdica. Vestido con chaleco, pantalón de pana y zapatillas deportivas, Espinete asegura que otra cosa no, pero la barba se la cuida todos los días. La suya es una perilla amanerada, idéntica a la de Serj Tankian, el vocalista de System of a Down. Aunque ignoro cuáles son las preferencias musicales de Espinete, me gusta imaginarlo conduciendo a toda leche mientras entona estribillos de Rammstein. «Ya me han quitado tres puntos por conducir ebrio». Con la firme intención de prolongar la conversación, le digo a la Magda que nos sirva un par de cervezas. A mí no me hagas caso, compadre, soy un enganchista, y los enganchistas estamos todos chalados. Somos las putas de la carretera. Ahora llevo naranjas a Bilbao, pero antes de ayer estaba cargando plátanos de Canarias en el puerto de Cádiz. Engancho lo que haga falta. Mientras me paguen, yo tiro». Del mismo modo, Espinente acepta encargos que la mayoría rechaza. Espinente: corsario del asfalto. Conducir por los desiertos de Marruecos no es agradable, sin ir más lejos, Pepe se niega. El de Jerez, por el contrario, se conoce como la palma de la mano las carreteras del Atlas. «Aquello no es como esto, compadre. Allí las madres arrojan a sus hijas a la carretera para cobrar el seguro. La gente hace lo que sea por sobrevivir, aunque yo digo que ya hay que ser cerda para hacer eso con tu propia hija». Y Espinete prosigue: «En Marruecos las niñas valen menos que una piedra». «He visto de todo y he conducido a través de casi todos los pueblos y ciudades: Marrakech, Essouira, Rabat, Chefchaouen, Meknes, Fez… Me gusta pasear por los mercados, ponerme hasta arriba de Harira, que allí lo venden en cualquier puesto de mala muerte, y hasta le he cogido el gusto a mercadear con la policía. Siempre que voy a Marruecos llevo conmigo varias botellas de whisky. Con unos dírhams y una botella de Johnnie Walker te los metes en el bolsillo». Un amigo de Espinete, en cambio, no tuvo tanta suerte. Una noche que se había llevado al camión a una muchacha de quince años, la poli irrumpió y lo molió a palos. A la niña la tiraron al suelo como un trapo. «Por cinco euros, te trajinas lo que quieras. Menores de edad incluidas». ¿Y qué le pasó a tu amigo? «A mi colega lo acusaron porque se estaba fumando un porro de hachís. Terminó en el calabozo con dos costillas rotas. Y todo eso por tacaño. Una botella de Jack Daniels, Juanito. ¿Qué te cuesta? Que aunque digan que no, los moros se cogen unas cogorzas de aúpa». Poco antes de la media noche, Espinete se retira a dormir. Según dice, está esperando para cargar en Senegal. La idea le entusiasma, aunque allí tenga uno que andarse con pies de plomo. «La empresa no nos permite viajar solos. Vamos cinco camiones, parando siempre antes de que se haga de noche». Luego se incorpora, exhibiendo su estatura de Yeti, y se despide de la Magda dibujando con el rostro una expresión pueril. Mientras se pierde bajo la luz plateada de la gasolinera, caigo en la cuenta de que he olvidado preguntarle de dónde le viene lo de Espinete.
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