No es una metáfora, os lo advierto ahora que estáis a tiempo: quiero que hablemos de fruta. Y de poesía. Y habrá romance y acción, sangre y música de la buena, será tarantiniano; si eso es lo que queréis, podéis contar con ello. Pero no bromeo: esto va de fruta. Porque es un tema serio, el de la fruta. La fruta es un símbolo de abundancia, fecundidad, prosperidad, placer, deseo y satisfacción sensual; también es símbolo de la desobediencia, del desvío, del desafío del hombre a lo divino: Dios prohibió el fruto del Edén, fruto solitario que permitía discernir el bien del mal, frontera de la inocencia; las Hespérides, hijas de la Noche, guardaban las manzanas doradas del árbol de la vida por orden de Hera, como Idunn, «la Siempre Joven», reservaba las frutas de la eterna juventud a los dioses nórdicos. Es lo sagrado que cae, de forma legítima o a traición, en nuestras manos, y que por eso es premio y castigo y motivo de discordia, principio y fin de muchos cuentos de hadas y mitos.
La función poética tradicional de la metáfora frutal en la historia de la literatura, en oriente y occidente por igual, ha sido la de alabar la belleza (de las damas), celebrar los excesos del verano (que es la juventud) y materializar el deseo y la alegría. También a través de ella establecemos relaciones de causalidad y de contigüidad, como cuando digo que este artículo es el fruto de varias horas de trabajo o que este niño es el fruto de mis entrañas, que no lo digo de momento, y en ambos casos es metáfora de gestación y nacimiento. Esto ocurre porque la metáfora de la fruta está comprendida dentro de la metáfora hortícola, el proceso de siembra, cultivo y cosecha que simboliza el ciclo vital y al que se asocian, además del fruto, la flor, la planta y la semilla. Pero el fruto se come. El fruto es, de alguna manera, el producto final, la culminación de la semilla vieja y el vehículo fundamental de la semilla nueva. Si la semilla es el huevo cósmico original, el fruto es la plenitud de su despliegue, el símbolo de la preeminencia de la vida sobre la muerte: el símbolo de ese desafío a los dioses, de ese desafío a la muerte que es el impertinente desafío de la belleza, del placer, del deseo, de la fecundidad, de la alegría, de la juventud.
Sin embargo, al menos en dos ocasiones, y no hace mucho, el árbol de la poesía empezó a dar extraños frutos. La metáfora frutal se ha retorcido y ha sido utilizada como símbolo de violencia, crueldad y muerte. No es nuevo el uso de un símbolo para evocar su contrario, quizá sea inevitable en la medida en que todo lo que es, lo es porque no es otra cosa y, especialmente, porque no es su contraria (¿o sí lo es? de Aristóteles a Heidegger, he aquí todo el problema metafísico de la identidad y la diferencia); por eso una afirmación siempre connota su negación y un símbolo puede tener en su cara contenida su cruz, y los poetas lo saben: así ocurre con la fruta en muchos poemas latinos y del medievo europeo, en el barroco español, o en el Kokinwakashu japonés, por ejemplo. También pienso en Lorca y en Cernuda. A fin de cuentas, en la rueda, el triunfo de la vida es solo anticipo de la muerte y viceversa: todo nace para morir como todo muere para nacer otra vez, el fruto se corrompe para nutrir la semilla y el suelo en el que habrá de crecer el árbol nuevo. Pero no hablo de este aprovechamiento de las connotaciones simbólicas aparentemente opuestas, como ocurre cuando el poeta le insta a la dama a coger «de la alegre primavera / el dulce fruto antes que el tiempo / airado / cubra de nieve la hermosa / cumbre»; tampoco de los usos que expresan causalidad o contigüidad. Hablo de la fruta como imagen de dolor, crueldad, desesperación y olvido, símbolo de muerte que irrumpe con injusticia y rompe el ciclo de la vida del que era parte natural. He aquí, damas y caballeros, la fruta como denuncia. Ridículo, ¿no? Pero hablemos de frutas raras. Hablemos de Billie Holiday.
En la primavera de 1939 Billie Holiday interpretó por primera vez Strange fruit en el Café Society de Nueva York. En Lady sings the blues, confiesa que cada vez que la cantaba se ponía enferma: terminaba y corría al baño a llorar o a vomitar, tal era la exigencia de la canción, la tensión emocional que producía en ella y en la audiencia (los camareros dejaban de servir copas por respeto, los dueños de los clubes se la prohibían cantar para que no estropeara el ambiente). La letra fue escrita por el poeta judío Abel Meeropol tras el linchamiento racista de Abram Smith y Thomas Shipp en 1930 en Marion, Indiana, cuyos cuerpos fueron colgados de un árbol por la multitud. Los cuerpos negros balanceándose con el viento son la fruta extraña de la canción, y su amarga cosecha es la cosecha de la represión racial, el resultado de la siembra del odio con beneplácito político.
El periodista Carlos Marcos apuntaba en un artículo de 2014 que Strange fruit fue la primera canción protesta en sonar en los escenarios populares de los cafés y de los clubes, fuera del mundo del mitin y de la fiesta sindical. La fruta de Lady Day no es fruta de abundancia, ni de placer, ni de deseo. No huele a «magnolias dulces y frescas», sino «a carne quemada». Hay «sangre en las hojas y sangre en la raíz». ¿Quién puede comerla? ¿Quién disfrutarla? En la fotografía que la inspiró vemos los dos cadáveres colgados mientras una masa de hombres y mujeres y niños blancos se congrega a sus pies en actitud festiva: esta es la «escena pastoral del galante sur». La tristeza que provoca la imagen es desgarradora; sobrecogedora la letra de la canción. Pero en la voz de Billie se hace casi insoportable. El don divino se ha convertido en malevolencia, y la bonanza de la naturaleza en intervención violenta del hombre contra el hombre: los frutos no los da el árbol sino la multitud blanca enfurecida.
Ya sabemos que Adorno pensaba que no era posible escribir poesía después de Auschwitz; al menos, no sin cometer un acto de barbarie. Nuestro José Ángel Valente replicó en el poema «Hibakusha» que tal vez es después de Auschwitz cuando más falta hace la poesía o cuando, como sugirió Primo Levi, se impone el deber de hacerla (así he interpretado siempre su famosa llamada a hacer poesía con Auschwitz). Y es ambas cosas, necesidad y obligación, en el caso de Raúl Zurita.
En la primera parte de INRI, «El mar», habla de los cuerpos allí arrojados por los funcionarios de la dictadura chilena como «frutas humanas» («extraños frutos sobre el océano santo») caídas antes de madurar, convertidas en carnada que los peces devoran: «llueven hombres que caen en poses extrañas / como raros frutos de una rara cosecha (…) / como dorados / soles reventándose en las aguas» de espuma roja, lanzadas a las «tumbas carnívoras» que son los peces, «los santos peces». Zurita sacraliza el acontecimiento, recupera el paisaje chileno y así el mar cómplice de los asesinos que se tragaba a los muertos se convierte, como bien señala Alejandro Tarrab, en aliado, en sepulcro, agua bautismal, Gran Diluvio purificador, mar cósmico en el que Vishnú dormita y sueña el mundo. Lo que hace Zurita es restaurar en la poesía el ciclo vital que nunca debió romperse, convirtiendo los frutos extraños en extrañas semillas que preñan extraños campos marinos, hombres y mujeres desaparecidos que después florecen y vuelven salvos a la orilla, que bajan salvos de las montañas y de los desiertos. Hasta aquí, la fruta parece reincorporar a su sentido la pertenencia al ciclo vital y su signo divino, si bien sigue siendo una fruta macabra, pero entonces el poema acaba y el poeta debe reconocer que, pese a todo, están muertos: que solo «fueron dichas las inexistentes flores», que solo «fue dicha la inexistente mañana»; que la fruta ha caído al agua y se ha podrido.
En Zurita la fruta simboliza, como nunca, la interrupción de la vida (de la vida con nombre y apellidos, la vida pequeña de la que ya hablé en otro artículo en esta casa y que es la única vida verdadera), la interrupción injusta e inútil de la vida de los ciudadanos de Chile, que de alguna forma son al mismo tiempo todos los ciudadanos de todas partes, todas las víctimas, todas las minorías o mayorías perseguidas y torturadas, asesinadas, acribilladas o gaseadas o echadas al mar o apaleadas y colgadas en la arboleda como Abram y Thomas, en el sur y en el norte, a este y oeste. La fruta de la poesía de Zurita, envuelta en vendas ensangrentadas, es la fruta de la canción de Billie Holiday; crece por la violencia del poder o por la violencia permitida por él, apunta a la desacralización absoluta de la vida humana y deja siempre la misma cosecha: un vacío amargo y oscuro.
El de la fruta de muerte es un árbol prolijo y resistente que echa raíces con facilidad en cualquier tierra, y que crece con rapidez. Su sombra se proyecta en los versos vegetales de Paul Celan, aunque aquí no estén sus frutos. En su «Canción para Billie Holiday», Pere Gimferrer identifica directamente la «fruta extraña» con la muerte, «que cantaba muy cerca del micrófono» aunque nadie la oyera. Gimferrer habla de una «extraña fruta en el aire». Dice que deja un sabor ácido. La muerte es Lady Day y la extraña fruta es ella y es la muerte y es su propia muerte. Es un tema muy serio, el de la fruta. Yo lo advertí al principio.
¿Y cuál es la moraleja? Que no todo fruto es dulce, supongo. Que hay frutas amargas y ácidas. Que los viejos símbolos no son seguros. Que cualquier cosa, por inocente o placentera que parezca, puede ser venenosa, como la manzana en el cuento de Blancanieves, y puede servir para escribir la culpa, el dolor o la maldad. Que no hay refugio en la poesía. Que en la poesía todo es un arma y cualquier cosa es posible y nada es definitivo, ni siquiera la muerte y ni siquiera la vida. Que a veces la única cosecha posible tras lo terrible es la del disfrute poético. O tal vez no haya moraleja. Lo que sí me atrevo a decir es que hay poemas y canciones que nos exigen compromiso y nos cargan de responsabilidad. Strange fruit y la poesía de Zurita lo hacen. Nos emocionan y nos interpelan, nos dejan sin lugar seguro y nos obligan a recordar que vivimos en el mundo de Auschwitz e Hiroshima, en el mundo de los linchamientos genocidas y de los desparecidos en dictadura. Escribir poesía después de Auschwitz no es un acto de barbarie; el acto de barbarie es leerla con tibieza y olvidarla. Al final, hemos vuelto al principio: una maldita fruta que parecía inofensiva nos ha puesto en las narices el bien y el mal, y ahora hay que hacer de nuevo las maletas, alzar la mirada en busca del otro, salir del jardín.
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