Fotografía de Imogen Cunningham
Al poco tiempo de volver de mi estancia de investigación en Estados Unidos, a finales de 2014, leí un reportaje al respecto de un inminente documental que trataba las violaciones y agresiones sexuales en los campus universitarios de aquel país. La cantilena de una de sus hermandades más celebradas, no means yes, yes means anal, por aquel entonces expulsada ya de su Yale natal y de otros campus en los que estaba implantada, resonaba como banda sonora de lo que aquella pieza documental reflejaba. No fui, ni he sido, capaz de verlo.
Tuve que repetirme que no me había pasado nada. Intento de. Una situación incómoda. Nada que no sea común, diario, en la vida de tantas mujeres. Nada. Nada «grave». Nada «irreparable». En el hilo de mensajes del día siguiente con mis amigas, justo antes de coger el tren a NY para encontrarme con V. y Ch., las palabras de S., desde Londres, recordando que en la cultura anglosajona, romper una puerta de una casa que no es tuya da razón contextual para el tiro de escopeta. No sé por qué se me grabó esa idea y vi la casa, al granjero, el rifle, y un fogonazo. Pero no había pasado «nada»y me quedaban dos meses y medio en aquel país, esa ciudad, lejos de todo lo mío. Así que cogí el tren que durante dos horas recorre la bella Connecticut hasta la capital del estado vecino con la palabra «nada» pegada como un miedo nuevo en el cuerpo.
Violación Nueva York, autobiografía y ensayo de Jana Leo narra, al tiempo, la violación «sin violencia» que sufrió la autora en su piso de Harlem y todo el proceso personal, judicial e investigador que se abrió después para esta arquitecta y artista. Narra la vulneración del cuerpo dentro de la propia casa, y de la casa del cuerpo, a la vez que el periplo policial lleno de incomprensión y ausente de protocolos suficientes para dar cuenta de la especificidad de las violencias sexuales y la atención que requieren sus víctimas. Narra la relación entre pobreza, violación y gentrificación de una ciudad que en sus primeros dos mil ve reconvertirse barrios peligrosos en espacios rentables y precisa, para ello, de la expulsión de sus inquilinos con menos recursos, pero cuyos alquileres no pueden modificarse al alza hasta que abandonan las viviendas. Narra el proceso judicial que da con su violador entre rejas (aunque hoy a punto de salir de la cárcel), violador además reincidente y habitual en el barrio y en el edificio, cuyas cerraduras no funcionan y facilitan que personas quizás poco recomendables aniden en los tejados o los huecos de las escaleras. Narra la reclamación también judicial que gana ante un casero especulador a gran escala que es responsable de la seguridad de una inquilina cuyas demandas al respecto de las condiciones del edificio desoye, entendiéndose así que debe pagar por los perjuicios causados a Leo. Narra todo esto: casa, cuerpo, identidad, ciudad, violación, duelo, dignidad de la memoria, con un epílogo para la edición española que, si algo deja claro, además de las diferencias en cómo el delito de violación se trata aquí con respecto a Estados Unidos, es que el reciente #metoo podría haber sido un, ¿PERO A QUIÉN (¿QUÉ?) COÑO NO LE HA PASADO?
Con el casero hablé en el tren. Aunque no había pasado «nada», era evidente que cambiar de vivienda dentro de las varias del bloque de ladrillo repleto de lofts espaciosos y sólo en apariencia confortables iba a requerir pasar por la policía. Es cierto que el casero me ofreció al instante cambiarme de apartamento, y que salí ganando: un cuarto en un piso con personas de su confianza había quedado libre, tenía baño privado y el asunto se «solucionaba». También es cierto que él perdía pasta: si mi cuarto en el primer loft costaba 950 dólares (unos 700 y pico euros al cambio de aquellos días), el nuevo alcanzaba los 1200 dólares. Que yo fuera a la policía era fundamental para que el casero pudiera exigir responsabilidades. No dormí mucho la noche del domingo al lunes, tras el regreso de NY. El lunes por la tarde, hice el cambio de cuarto ayudada por el compañero de piso «normal», no por el que había traído al gilipollas de libro de tópicos sobre los gringos que había roto mi puerta, entrado en mi cama e intentado violarme. Bendito «no» que funcionó como acto de habla. El otro, el «normal», era un tipo de mi edad, separado y con una hija de 6 años, trabajador de las vías ferroviarias y expresidiario por hurto menor y menudeo. El agresor, al igual que el fulano que lo introdujo en la casa, era broker o analista o alguna otra profesión a erradicar de un futuro mundo libre. Me ayudó, por resumir, el pobre. Como yo que, al fin y al cabo, estaba en esa ciudad, en ese país y en aquella universidad únicamente porque tenía una beca de investigación de excelencia.
Escribe Leo: «Fue la necesidad de recobrar mi propia dignidad lo que más adelante me llevó a emprender acciones legales contra mi casero. Estaba decidida a demostrar que él era el responsable de protegerme como inquilina, quería poner en evidencia que no había cumplido con ese deber, y pedirle una compensación por los daños que me había causado. El pleito y la compensación me iban a permitir que reconociera mi valía como persona en su propio idioma: dinero». El dinero tiene que ver con su violación, pues traducido a conceptos comprensibles en el mercado inmobiliario español, el suyo era un piso de renta antigua y la ley del estado de NY sólo permitía subir el alquiler a cada nuevo contrato, por no hablar de lo molestos que son los inquilinos de renta antigua cuando se quiere demoler, reformar o renovar por completo un bonito edificio en un barrio de negros con el objeto de convertirlo en un espacio trendy. Dinero. Eso que modifica la faz de nuestras ciudades y barrios hoy en España, en procesos similares en cuanto al resultado externo de cafés de inspiración nórdica, cierto tipo de teléfonos y portátiles, cierto tipo de tiendas que innovan y de vecinas de toda la vida que desaparecen. La conexión del cuerpo pobre y sexuado con un espacio así no es segura, eso nos dice Jana Leo al contar como un tipo la esperaba a la puerta de su casa, entró en ella a punta de pistola, charló con falsa normalidad (esos nervios, ese temple, que quizá le salvaron la vida porque señores, señoras, tratar de no morir aunque te violen no es en ningún mundo sano CONSENTIR), le informó de que efectivamente iba a violarla, tal cosa hizo en la cama de ella que se ve en la portada del libro, la instantánea que tomó justo después de que el tipo se fuera. Un tipo que, como Leo explica, en su forma de violarla expresaba su forma de relacionarse con las mujeres (oh, cultura de la violación, qué internacional e interseccional y transversal eres) y expresaba, en palabras de la autora, su voluntad de tener un hogar y una permanencia por la vía de abusar y entrar sin permiso en el cuerpo-casa de otra persona.
Efectivamente la habitación nueva era mejor, tenía baño propio. Paradójicamente, ahora eran 3 y no 2 los muchachos con los que iba a vivir. A uno no le vi en dos meses y medio: accedía a su cuarto por una entrada individual desde otra altura -loft dúplex- y apenas lo escuché salir del cuarto hacia la cocina office que estaba en el pasillo, junto a la lavadora, en la que apenas se podía cocinar pero bastaba para el café, calentar agua, una pequeña nevera. Al otro lado de mi cuarto, cuya puerta con pestillo miraba con resignación irónica, un muchacho con horarios de trabajo imposibles y afición a destrozar a la batería casi cualquier canción que yo pudiera amar. En la planta de abajo M., cordial y rey de un salón lleno de plantas vivas, de una cocina equipada por encima del sentido común que, sin embargo, carecía de sillas para sentarse a comer. No intercambié apenas palabras con los nuevos compañeros de confianza del casero. No me inspiraban ninguna, salvo M. y su intento feroz por disimular su homosexualidad, a todas luces más tranquilizadora para mi cabeza en aquel momento. Tampoco pude evitar, durante el tiempo que pasé en esta segunda vivienda, la sensación de incomodidad ante el casero necesitado de encontrar a una persona responsable del dinero que él iba a dejar de percibir debido a tener que cambiarme a un cuarto mejor por el mismo precio. Extraña forma de culpa. Por eso, sobre todo, fui a la policía.
El periplo policial de Leo, hasta que su caso llega a la Unidad de Víctimas Especiales precisamente porque el semen de su violador es detectado en otro caso que hace saltar el suyo, no le resultara ajeno a la lectora o lector que estos días haya seguido el juicio de Iruña. Aunque se trataba de una profesora universitaria extranjera, es decir, alguien que está en el país en evidentes condiciones de privilegio tanto por estatus sociocultural como racial, no así, claro, del todo económico, desinterés, duda al respecto de su historia y todos los tópicos relativos a la credibilidad de la denunciante recorren el libro. La prosa de Leo, aséptica hasta el golpe, imprime a esa parte del relato, la de la denuncia y posterior camino entre abogadas, maderos y dudas, exactamente la textura de desamparo en el tratamiento de un caso de violencias sexuales que podría relatar casi cualquier mujer que haya pasado por una comisaría española… o por una sala judicial. Y eso que en el reciente caso pamplonica, y es inevitable volver a él, la fiscalía ha blindado el derecho de defensa de los acusados para blindar la elevada condena que pide para los cinco, de forma que el proceso, de tan garantista a este respecto, ha permitido la introducción de una prueba que constituye espionaje de la vida posterior de la víctima (retirada, intuyo, porque la jugada ha salido rematadamente mal en los medios). Espiar la vida de quien quiere vivir. ¿Qué dirían de Leo esos abogados, esos misóginos de manual de la prensa, al leer su violación no violenta en la que ella no se niega a ser violada para que la pistola de su agresor no cumpla más que su función intimidatoria? ¿Que dirían de la investigadora que estudia su caso como una expiación y, al tiempo, un ejercicio de universalización del daño que toda mujer que lea va a reconocer? Creo que no quiero saberlo. Escribe Leo: «Quería seguir con vida y sabía que tenía que controlarme. Sabía que ello implicaba hacerle sentir que estaba bien que me violara. Tenía que obligarme a mí misma a colaborar». Escribe también: «Lo más probable es que no me mate si en lugar de destruir la fantasía le ayudo a mantenerla viva. Debo permanecer pasiva, par no ser yo realmente, sino un producto de su imaginación». Yo añado: representación cultural del cuerpo de las mujeres como objeto de consumo pornográfico altamente violable porque, lo dice la tele, a todas nos gusta esa sola idea.
La comisaría era una mole de cemento cerca de la estación de tren. El inglés de dos semanas en aquel país no era mi mayor virtud, pero inevitablemente entré, aquel lunes, antes de ir a la biblioteca de la universidad. Una sala de espera con sillas de plástico, unas enormes vitrinas a prueba de todo a las que me dirigí, sin ver el letrero que sobre ellas indicaba «pago de fianzas». Amablemente, la mujer al otro lado del cristal de seguridad me señaló un teléfono blanco colgado en la pared, me pidió que marcara el número 1001 y que esperase a ser atendida. Ya había contado, por primera vez y con un cristal de por medio, que estaba allí para denunciar un «intento» de agresión sexual. Descolgué el teléfono. Mientras volvía a relatar de forma sucinta las razones que me llevaban al lugar, las personas que esperaban en la sala escuchaban mi historia, como yo escuché después las de otra gente, y una muchacha disponía una mesa de plástico para la renovación de carnets de conducir. No parecían prestarme atención. Me dijeron que esperara sentada a que llegara un agente. En la espera, ayudé a una chica de un origen latino para mí indescifrable al acento que no era capaz de entender la explicación de la mujer al otro lado del cristal. En sus ojos, cuando le dije que tenía que explicar que a su mamá le habían intentado robar en la casa a través de ese teléfono, vi algo de la misma vergüenza que probablemente tenían los míos desde que puse un pie en la comisaría. Las dos éramos, claro, pobres. Un hombre negro de unos cuarenta y pocos años entró en la sala desde el exterior de la comisaría, desde la puerta principal, pasada media hora. Preguntó por mí y me instó a acompañarle de nuevo a la calle porque allí «hablaríamos más tranquilos». Un varón, asunto racial al margen, un telefonillo, un cristal de seguridad, una ausencia radical del más elemental PROTOCOLO en un país con unas tasas de delitos sexuales de las que te dejan de piedra. Le conté la historia: que un compañero de trabajo de mi compañero de piso me había despertado de golpe, dentro de la cama, intentando desvestirme, para lo cual había roto previamente la puerta a la que yo echaba estúpida y religiosamente el pestillo cada noche. Que grité y dije «no» y «fuera» y otros improperios en castellano con la garganta seca de miedo que fueron suficientes para que el tío, no sé cómo, se largara. Que pasé la noche con la puta mesa de 19 dólares del ikea y la silla como un fuerte en la puerta que pude medio arreglar. Que a la mañana siguiente me fui a Nueva York porque allí estaba mi única familia en ese puto país de mierda. Que había venido hoy a denunciar el «intento» de agresión. El tipo me hizo preguntas más o menos explícitas sobre lo que me había tocado o no y el estado de la puerta. Luego me dijo que qué cargos quería presentar. Ahí me pillo. Con infinita paciencia (la única razón que le hacía pensar que mi historia podía ser cierta era que no soy lo que se puede considerar una mujer que se vista, maquille o se mueva con las normas de una «feminidad» reconocible, menos con aquel terror, menos con mi relato de investigadora becada de un país pobre) le expliqué que en mi país, si tú vas a la policía a presentar una denuncia, es el agente quien más o menos sabe qué mierda estás denunciando y qué tiene que hacer a continuación. Que yo no tenía que pedir nada, que él tenía que averiguar si efectivamente se había cometido una conducta punible y actuar en consecuencia. Le dije, y esto sí lo recuerdo, que lo que quería era que el fulano entendiera que había obrado mal y, sobre todo, que quedara un puñetero registro para cuando lo intentara de nuevo, quizás con más éxito criminal, porque no me cabía la menor duda de que a mí se me había aparecido Madonna o la virgen y había tenido mucha suerte. Me fui de allí estupefacta, tras la agradable conversación al fresco aire de la ciudad, con aquel varón negro que tomaba notas con mirada escéptica.
Jana Leo hace algo increíble en este libro, más allá de la valentía y lo que supone contar de la forma en que lo hace la violación que sufrió. Introduce la investigación en la que entonces andaba inmersa, pero sobre todo la que emprendió después para vincular violación y violencia con la ciudad, también agresora. Lo explica de una forma en la que, salvando las distancias cronológicas con mi objeto de estudio, me reconozco: «A diferencia de la mayoría de los académicos, hice de mi vida y su entorno mi materia de estudio. No me contentaba con mimetizarme en la burbuja académica de la Universidad de Columbia». Y es que ya antes de ser agredida, ella y su entonces pareja «tomamos nuestra experiencia personal sobre las condiciones de la vivienda en Harlem y la vida en el barrio, y extrapolamos teorías acerca de la situación inmobiliaria, la delincuencia y la misión que debían tener los arquitectos en la ciudad». No dejó de tomar su experiencia personal como objeto de estudio, sino que se convirtió en estudio de caso, al plantear una obra que introduce un concepto fundamental para la comprensión de la relación entre la casa, la violación, la seguridad y ese falso mito que señala que el peligro las mujeres lo corremos en la calle, que también es cierto que lo corremos, cuando los datos de agresiones sexuales demuestran que es la casa, la intimidad o, en su defecto, espacios liminares como huecos de escalera o portales los más peligrosos. Domestofobia. Un concepto con el que repensar desde la literatura decimonónica española a ese mal «que no tiene nombre» que padecen las Betty Draper del mundo occidental, pasando por la angustia conocida cuando no estás anclada al espacio porque tu subjetividad y tu deseo no se encuentran en lugar seguro. Fobia al hogar como espacio de reclusión que va mutando, desde los barrios residenciales con familias de niñas y niños rubios, a un presente de nuevas políticas de la reproducción y el capital que sin embargo mantienen uno de los pilares del mito que desmonta Leo: porque esa casa que es mito en aquella cultura y en la nuestra, porque «sólo es un ‘hogar’ para quienes, en lugar de cuestionarse las costumbres, la moral y la cultura en la que viven, aceptan el mito o la imagen de ese hogar de ensueño». Sea la casita de jardín stranger things o el apartamento de la pareja soltera o joven que no tiene criaturas y sólo una nueva forma de esconder viejas pautas en espacios peores o más pequeños, el hogar es un abstracto que, sin deconstrucción personal, nos lleva de camino al concepto de jaula, pobre o rica, especialmente perjudicial para las mujeres, reinas de lo doméstico desde más o menos, de forma explícita, la Ilustración. Una idea central en el desarrollo del concepto de domestofobia me interesa especialmente: «el proceso de ‘domesticación’ de la mujer en la casa puede convertir a una persona normal en una enferma. Reconoce, por tanto, que el proceso de domesticación es patológico».
La tarde de la no-denuncia (aunque conservo el papelito que confirma el antecedente, al menos, de que un hecho así fue informado una vez, el número del no-caso), el policía me llamó por teléfono, como había prometido. Su tono había cambiado y no había en él ni escepticismo ni incredulidad. Había llamado a un aterrado agresor que sólo hilvanó disculpas, arrepentimientos, la certeza ya no alcoholizada de la que la había cagado (ah, los estados protestantes y la forma que tenía de salir el compañero de piso broker, pegando un lingotazo a una botella de whisky como si careciera de paladar a pesar de los trajes caros en cuerpo de gilipollas protagonista de cualquier relato de instituto y equipos de rugby), una insistencia feroz en que no volvería ocurrir, en que no quería hacerme daño, traducida en la palabra «responsabilidad» que le supondría que yo persistiera en algún tipo de acción judicial que perjudicase la reputación o puesto que este joven analista financiero ocupaba en su empresa. El policía me aseguró que si volvía a hacer algo así, en cualquier lugar del Estado, sería automático que mi alerta saltase y agravase quién sabe qué historia futura. Esa misma tarde, tras contarle todo esto a mi casero, me mudé a la nueva, mejor y más cara habitación. Dos días después, mi agresor se dirigía al edificio en el momento exacto en que yo bajaba la basura. Sabía que mi casero le había citado porque la maldita policía no había facilitado que yo hiciera una denuncia con más posibilidades de pedir «responsabilidad». Me quedé quieta con la bolsa de basura en la mano, una rabia sorda y una violencia contenida que le hizo bajar la mirada y alejarse corriendo. Mi casero me contó luego que le había exigido la cantidad económica que él perdía al tener que que darme una habitación mejor, más todo el tiempo que mi antiguo cuarto estuviera sin rentar hasta encontrar a una nueva inquilina. Se me quedó grabada la palabra que mi casero me refirió después, con la que le gritaba, «extorter», extorsionador. Chantajista suena más castizo. Porque, en definitiva, la amenaza del casero si no abonaba esa cantidad (algo más de unos 1000 dólares, costó aquello) pasaba por acudir él a la policía a denunciar el perjuicio causado por el «intento» de agresión del que yo previamente había dado cuenta. Supongo que pagó y sólo volví a verlo, inevitable tránsito al campus por la zona de edificios de negocios, una vez más casi a punto de regresar a casa, ya diciembre, cuando de nuevo bajó la mirada y cambió en esta ocasión de itinerario para no tener que cruzarla conmigo. Pero no había pasado «nada». Pero aquello fue un «intento».
Hacia el final del libro y en el epílogo, Jana Leo habla de la experiencia de otras amigas suyas que sufrieron o violaciones o abusos sexuales continuados por parte de un familiar. Habla, en definitiva, del #metoo que parece, casi, condición de existencia de la vida de las mujeres en un mundo patriarcal regido por una configuración violenta de la masculinidad hegemónica. La lectura abre caminos para pensar el espacio y el cuerpo, la intimidad y la libertad, la relación entre el dinero y la carne por la vía de la demarcación urbana. No me atreví, contaba al principio de esta reseña con historia, a ver aquel documental sobre agresiones sexuales en los campus de élite norteamericanos, pero las entrevistas a Jana Leo con motivo de la salida de la traducción de este libro en Lince Ediciones, publicado originalmente en inglés y en 2009, junto con esa fotografía de la cama, la sábana que parece de buen hilo con bordados primorosos, vencieron el temor. Violación Nueva York es una autobiografía-ensayo de una valentía, de una importancia investigadora y de un pulso en la prosa que no podéis dejar de leer. Que no podemos, no, dejar de leer.
Lo que pasó después ya lo escribí. No había pasado «nada», «nada grave» pero no pude comer apenas durante dos meses y medio. No se fue al regresar a casa, a la supuesta seguridad de una casa que quedó abolida como promesa de la vida y del amor durante las semanas que tardé en asumir lo que me sucedía y la necesidad de revertir una situación personal crítica. Estas cosas se hacen con amigas, con amor. Pero nunca había escrito el cómo, esto que Violación Nueva York ha vuelto relato coherente que todavía guardo en la memoria y que no me ha costado revivir. Pensé hacer una muñequita de mí en 3D, para contar cómo fui perdiendo peso al tiempo que aumentaban los tickets, relacionar carne y consumo, imágenes de aquella ciudad de universidad ivy league y tanto negro pobre en su centro. Al final no lo hice, aunque montar esa especie de instalación en mi cabeza me ayudó a desmontar las capas de la vivencia hasta poder encarnarla. Este libro ha cerrado, creo, un círculo. Ese que a «responsabilidad» le ha puesto el nombre de dinero vinculado con el espacio y la gestión del alquiler y que me da las claves culturales de comprensión de la situación personal en la que más miedo he pasado, aunque no sucedió «nada». Me da, también, un pensamiento del espacio del hogar y de la calle que abona mi propia investigación sobre la identidad política de las mujeres en el contexto del contrato. Eso, sin embargo, sigue siendo otra historia.
Escribo esto que no había podido escribir antes para publicarlo el 1 de diciembre, que es un día especial para I. y para mí. I. que fue la persona que asumió la dura tarea de acompañar la reconstrucción de mi cuerpo-casa, de mi libertad, para lo cual precisé dejarle huérfano de palabras tanto tiempo. I., la persona que primero le quitó la palabra «intento» a mis explicaciones, porque en realidad padecí una agresión de carácter sexual, aunque no hubiera sido «más grave» que el terror más evidente que entrañan este tipo de violencias. Fue en La Tribu donde conté aquel diario navideño, un año después del regreso, a punto de reformar la casa que hoy es nuestra para que fuera no sólo suya y sí de los dos. Casa en la que he escrito una tesis y en la que por fin he encontrado la luz exacta de la escritura y el amor animal. Casa que, como este libro recuerda no debe ser cadena porque entonces es patología y certeza de violencia. Hoy, que es 1 de diciembre y que es un día importante para nosotros, remato lo que entonces no me apetecía o no supe recordar y se lo dedico a él, claro, a I., persona que le da sentido, en mi vida, a la palabra «hombre» porque no se parece a nada violento asociado a ella, porque en realidad se dice «compañero».
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1 comentario
Es lo mejor que he leído en mucho tiempo sobre el fenómeno de la violación en la «cultura» occidental.