Se dice que algo es banal cuando suscita poco interés, trascendencia o incluso que es trivial sobre el asunto que acucia. El término es sugerente en cuanto proviene del Feudalismo francés, banalité, que irrumpe en la Edad Media y que se refiere a las pertenencias del señor feudal que ponía a disposición del pueblo siempre y cuando se utilizaran mediante pago. En otras palabras, uno de los primeros y principales monopolios tecnológicos de esta tradición moderna y arma de doble filo para la servidumbre del pueblo que acabó derivando en otras formas como las regalías u otras estructuras de las que hoy es fácil encontrar paralelismo. No obstante ¿cómo llega el adjetivo «banal», proveniente de aquellas banalidades o pertenencias feudales a significar lo que hoy significa? Hay un hilo del que merece la pena tirar, a saber, el de lo común. Sí, lo común, en efecto aquellas banalidades eran dispuestas para el uso comunitario del pueblo. Para aquel feudalismo francés que, por cierto, acabó derivando en una burguesía romántico-capitalista y terriblemente individualista, lo común acarreaba el significado peyorativo que hoy conocemos como banal. Es decir, lo banal, en el ejercicio o explotación casi servil del compartimento comunal, se vuelve trivial, de poco interés o trascendencia para aquellos señores feudales, burgueses, y de todo el carro alado de la tradición occidental.
Sin embargo, aunque es importante mencionar estas notas históricas para las que el lector o lectora seguro que encuentra más cuerda de la que tirar, este artículo tiene el propósito de esclarecer uno de los mayores malentendidos que se han hecho del pensamiento de Hannah Arendt después de La Shoah, ahora que, precisamente Jean-Luc Nancy, filósofo francés cercano a Derrida, presenta un título cuyos ecos rememoran el pensamiento de Arendt y que a su vez nos hablan de la importancia de entender bien esta banalidad del mal.
Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal es el libro con el que Arendt en 1963 introduce el término del que se han escrito ríos de tinta a menudo, por cierto, malinterpretados. Es lo que tiene la banalidad, que puede hacernos caer en la propia trampa de su significado. No es que Arendt nos hablara de la trivialidad del mal, de su insignificancia, y de un reduccionismo neutralizante, no, ni mucho menos, sino que Arendt ponía encima de la mesa un dispositivo tras los crímenes antisemitas y el genocidio del nacionalsocialismo que, precisamente, hacían del mal algo de lo que no tenía lugar para la preocupación, para la reflexión sino que se reproducía de una manera monstruosa por su cotidianeidad y tecnicidad. De hecho, la pregunta que retumba en aquel libro sobre el juicio a uno de los responsables de las atrocidades contra la comunidad judía, Eichmann, en el que no mostró ninguna responsabilidad sobre los hechos porque argüía “estaba haciendo su trabajo”, es el cómo había sido posible que se banalizasen los juicios y las prácticas que desembocaron en el exterminio de alrededor de cinco millones de personas. La cuestión es tremendamente inquietante porque, lo que Arendt vislumbró como una quasi enfermedad de la modernidad, se sigue repitiendo a lo largo de los acontecimientos más presentes, sin ir más lejos, existe una terrible banalización por parte de los poderes políticos e incluso eclesiásticos de los crímenes de la Guerra Civil Española. Pero eso forma parte de otra y, en realidad, la misma cosa.
En Banalidad de Heidegger, Jean-Luc Nancy, rescatando el pensamiento de Arendt, se introduce en los Cuadernos Negros, que están siendo editados recientemente en español, en los que el filósofo alemán de una forma cotidiana escribía sus reflexiones filosófico-políticas y donde se pueden encontrar verdaderos sintagmas antisemíticos y que hacen ver que todo el dispositivo de la que, se dice, es una de las últimas grandes obras del pensamiento occidental, no es más que una continua justificación de la preponderancia cristiana frente a la judía, y de ahí que Jean-Luc Nancy se atreva a poner en cuestión el pensamiento del filósofo alemán a propósito del profundo archi-fascismo –en términos de Lacoue-Labarthe- que propugnaba. Entre otros aspectos, es profundamente interesante como Nancy acusa, digámoslo así, a Heidegger, el pensador por excelencia de los orígenes, de no haberse interesado por los orígenes profundamente antisemitas que nacen ya en el seno de la propia cristiandad recordando que el judaísmo era el hermano gemelo de, precisamente, el cristianismo y sobre el que se proclama. Llevándolo al extremo y con gran clarividencia se atreve a poner en evidencia que “el antijudaísmo y/o el antisemitismo han impregnado desde hace siglos el espíritu europeo, hasta convertirse en un hábito de pensamiento y de comportamiento equivalente al empleo del tenedor o al cultivo de la patata”.
Lo que Nancy, con este ensayo consigue también, sin ser directo, poner encima de la mesa es que toda la tradición occidental (tendiente al ocaso desde su propio pleonasmo) en la búsqueda de ese comienzo, en la continua genealogía de los orígenes, no se deja de apreciar que en esa búsqueda hay un profundo odio hacia uno mismo que no ha dejado de caracterizar a Occidente desde Roma, por lo menos. Dice así: “No nos gustan los judíos, ni la técnica, ni el dinero, ni el comercio, ni la racionalidad, o al menos nos empeñamos en mantenerlos a distancia. Tampoco nos gustamos a nosotros mismos, quizá porque precisamente nos gustaría ser «nosotros mismos», lo que a menudo hemos creído que había que interpretar como «ser griegos», ignorando que tras los griegos han sucedido muchas cosas que no siempre procedían de ellos…”.
Aunque Nancy no invite expresamente a ello, su lectura es tremendamente lúcida en cuanto arroja luz a nuestra continua banalización del mal, de las noticias que vemos diariamente y de las que poco ya nos generan conmoción y que, además, tiene un seno o una raíz, e incluso hablando del auge de la extrema derecha, en su raigambre cristiana. Hay que pensar más el cristianismo, quizá también su banalidad.
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