Sobre los adoquines de las últimas dos décadas quedan aún, tercos, los restos del naufragio: la serpentina desflorada y el confeti pisoteado que alfombra los suelos de las fundaciones culturales, los envoltorios ya vacíos de tanto centenario junto, la plata quemada de una edad enaltecida en todos los libros de texto. Fue entonces una suerte que España jugara a nuevo rico (ay, el sabroso ladrillo) al tiempo en que nuestros grandes cumplían los cien años. ¡Cuánta zalema alegre, cuánto concejal pellizcando la lozanía de las bandejas (otra vez la plata), cuánta edición conmemorativa, cuánto facsímil de los tiempos pasados! Nacer en 1916, en cambio, fue desde el principio una mala pasada: demasiado tarde para la fanfarria vanguardista, demasiado tiernos para la puta guerra. No es de extrañar que alguno de los damnificados jugara al postismo, ese todo después de todo que a menudo quedó en nada.
Entre el nacimiento de Juan Eduardo Cirlot y el de Camilo José Cela mediaron un mes y dos días, como una mala sentencia. Mucho llovió después de aquella primavera de 1916. Tanto, que veinte años más tarde, a punta de pistola, le sacaban a la primavera su sonrisa más forzada. Y después, ese después infame, ese trozo de río, ese bancal de muertos al que llamaron posguerra. Es ahí donde encontramos a los jóvenes Cela y Cirlot pisando la dudosa luz del día. ¡Qué semejantes y qué dispares se nos aparecen hoy sus perfiles! Semejantes a lomos del escuálido caballo de la autarquía, como dos que cabalgan juntos, como paupérrimos templarios. Semejantes también en su surrealismo irredento frente a la falsa guerra fría de los garcilasos y las espadañas, secretamente coaligados. ¡Pero qué dispares años más tarde! A Cela lo encontraremos pontificando con su triple corona (el Príncipe de Asturias, el Nobel, el Cervantes); a Cirlot diluyéndose en las sombras de una España novísima y democrática.
Confrontar hoy sus siluetas (ese resultado de ordenar a un lado la luz, al otro la sombra) es pues un ejercicio interesante y perverso. Para muchos, para los demasiados, Camilo José Cela es apenas una entrevista chistosa con la Milá —esa hoy musa del Gran Hermano—, la cruz y el bochorno de un Premio Planeta mal plagiado, el viejo verde que vendió su alma por una niña-bien cuarenta años más joven y un Jaguar con el salpicadero nacarado. También es Cela para los demasiados, ante todo, el tenebroso censor de los Cuarenta, y el domesticador de disidentes, tres décadas más tarde. A Cirlot, en cambio, le saben muy pocos. ¡Pero qué bien le sienta el traje de poeta maldito, de esotérico incomprendido, de mártir contracultural! Por suerte, al margen de esos perfiles —más o menos cerca, más o menos lejos— laten dos obras que salvaron a nuestras letras de la anacronía y la uniformidad, dos legados literarios irrebatibles.
Cuando estalló la Guerra Civil ambos acababan de cumplir los veinte años. Cela huyó de Madrid y se pasó a las líneas golpistas para combatir con ellas. Cirlot, en Barcelona, fue movilizado por los republicanos para la defensa de la ciudad, aunque no se libró de cumplir el servicio militar con los vencedores acabada la contienda. Pero no se engañen por las apariencias. Cela y Cirlot sí compartieron una trinchera: la del surrealismo de posguerra. Vinieron los años Cuarenta y no solo en España, sino en toda Europa, se batallaba por enterrar el cadáver exquisito del surrealismo. Era el tiempo de la ‘rehumanización’ de los discursos. Por la izquierda y por la derecha se condenaba a la sorna o al escarnio a todo aquel que defendiera la autonomía del hecho literario sobre el contexto histórico; se zahería la legitimidad del arte por el arte, en suma. Incluso cuando tal camino era entendido como medio para aproximarse mejor al arcano misterio de lo humano. Todo lo que no fuera carne, furia, corazón o sangre era anatemizado como ‘poesía pura’, desnaturalizada, estéril, femenina (son términos de la época). En España, los llamados ‘espadañistas’ y ‘garcilasistas’ remaban juntos para cruzar hacia la orilla del ‘hombre entero’. En honor a la verdad, cabe matizar que no satanizaron por lo general a las vanguardias históricas —como tan a menudo, erróneamente, se afirma—, y que ejercieron de buena fe su apuesta por una poesía ‘necesaria’. Sin embargo, la hegemonía de su discurso expulsó a las periferias del canon a algunos de los mejores poetas del periodo. Porque en Europa, pero también en España, no todos cifraron en Rilke o en Antonio Machado su ruta hacia la introspección lírica. Ahí nos quedan, como un testimonio sin el que nuestra última posguerra no se entendería cabalmente, los versos de Miguel Labordeta, Manuel Segalá, Carlos Edmundo de Ory, José Albi o Ángel Crespo, entre otros.
Este fue, nótese bien, el punto de partida de nuestra extraña pareja. Poco después se doblaba la mitad del siglo y en los prostíbulos de Barcelona Cirlot conjuraba en aquelarre a Georges Bataille. Cela, a su vez, cocía a la madrileña el Manhattan Transfer de John dos Passos. Ambos se revelaban, en los tiempos de Mariona Rebull, novelistas radicalmente en vanguardia. Ni Nebiros (1950) ni La Colmena (1951) aprobaron la censura franquista, más que nada por aquello de la ‘higiene moral’ ante tanto putañero literaturizado. Sin embargo, esta última salía impresa en Buenos Aires, y en 1955 quedaba autorizada su edición en España. Nebiros, en cambio, no ha salido a plaza pública sino hace unos meses. ¡Qué distinta suerte corrió, sí, La Colmena! Fue allá por 1956, si lo pensamos bien (no, no me olvido del Pascual Duarte, ni de las cabriolas periodísticas de Juan Aparicio), cuando los dubitantes pasos de aquellos dos jóvenes poetas surrealistas de la posguerra tomaron rutas distintas en su expedición sobre la imprevisible orografía del canon literario.
Tan imprevisible es su dudosa orografía, verdaderamente, que no debería sorprenderme que, cien años después de su nacimiento, nuestro último Nobel coterráneo no merezca ni grandes ni pequeñas remesas en nuestros presupuestos, ni ediciones conmemorativas publicitadas a todo trapo ni simposios inaugurados por regentes personalidades. Sin pena ni gloria está pasando el centenario de Cela, efectivamente. Y eso que hay casos no menos flagrantes, como el de mi buen tocayo Buero (ninguna de sus piezas ha sido puesta sobre las tablas este año, me comentan). Por eso sí que me sorprende con toda legitimidad el reciente tirón de un escritor estimable como Juan Eduardo Cirlot, tirón indudablemente relacionado con su centésimo natalicio. Por suerte aún quedan editores avispados. Ya hemos mencionado la reciente edición de Nebiros, literalmente rescatada del olvido. Solo esta proeza merecía una celebración sazonada con los restos del último confeti cargado en la cuenta del nuevo siglo. Pero se da el caso de que una cumplida y rigurosa biografía cirlotiana, escrita por Antonio Rivero Taravillo (este es todavía más tocayo mío que Buero), acaba de ser publicada por la Fundación José Manuel Lara. Curioso, anómalo, bienvenido es, sin duda, este providencial ‘Centenario Cirlot’. ¡Hasta en las viñetas del Babelia se acordaron de él!
Pero no quería dejar de saludar su paso (declina ya este 2016 poco a poco) sin anotar que, una vez, Juan Eduardo Cirlot y Camilo José Cela anduvieron sobre sus titubeantes pasos de escritores en ciernes pisando la entonces incómoda trinchera de un surrealismo que supo ser después de Auschwitz. El emparejamiento no es caprichoso cuando el uno parece morir de éxito y el otro parece refulgir en fuegos fatuos. Más allá de suplementos culturales nos quedan sus obras. Lean y relean, sin dilación y sin prejuicios, a Cirlot y a Cela, dos escritores perentoriamente reivindicables hogaño. Uno es todavía rehén del olvido, el otro presa del ruido. Ambos, a su manera, víctimas de la dudosa luz del canon.
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1 comentario
Cirlot ha sido un agradable descubrimiento recomiendo a todos descubrirle,una luz en aquellos oscuros años