Entonces recupero la consciencia, mi piel con sus lunares e imperfecciones recobra mis desvelos pospuestos durante el sueño y comienza la angustia de la desorientación, la dinámica de no comprender la existencia, el paseo por la soga que me echo al cuello desde mi inoperancia o qué sé yo. Abrir los ojos es a veces la tormenta de los párpados, el agobio de mis iris castaños, las sombras afiladas de mis pestañas. Mirar a mi alrededor es ver desde un desequilibrio, sentir que el mundo es un tambaleo que me revuelve las tripas y la cabeza. Aunque no siempre, porque a veces me salva algo. Alguien.
El problema de uncir la con(s)ciencia a la carne en el despertar, mi problema en todo caso, es que siento la necesidad de exponerla aunque no lo consiga en los términos pretendidos. Y si algo es difícil, decirse uno mismo a los demás es una tarea excesiva: es como intentar dibujar pormenorizadamente un paisaje cubierto de nieblas grises, oculto bajo un cendal de opacidades. Las ramas de los sentimientos, las montañas de las dudas, los ríos de la imaginación, los árboles de las spiraciones; toda esa naturaleza interior que rara vez se cartografía con precisión, con detallismo artesano, y que siempre es reclamante, obviamente, reclama en nosotros.
Por eso la tarea de expresarse con fidelidad no es solo de doble filo, sino que es un corte puro, herida y cuchilla a una vez. Porque para bien o para mal todo lo que diga, todo lo que cualquiera diga sobre lo que tiene en el secreto de su pecho, puede ser utilizado en su contra. Así, cuando hace unos días me dio por abrir levemente mi corazón
(si es que los sentimientos están realmente ahí y no en la vesícula o en los tobillos)
me sentí tan vulnerable como insatisfecho. Insatisfecho por no ser capaz de concretar en palabras las emociones con sus matices; vulnerable por sacar al mundo cosas que habitan ansiosas bajo la piel.
En todo caso, yo tenía una idea impredecible de lo que quería decir. Pero aun así lo dije. Usé palabras, palabras simples porque son las que vuelan mejor por el aire de la incertidumbre. Y no es ésta la incertidumbre de un ser o de un estar o un parecer, sino la conmovedora indeterminación que implica revelar algo profundo
(porque viene de muy adentro)
revelar algo que uno considera valioso sin saber bien por qué. Y aunque a partir de aquí, y antes de aquí siempre en realidad también, todo han sido preguntas, hay una fundamental que se alza contra mí. Una que dice, ¿por qué te abres a las personas si ni siquiera crees de verdad en ti? Y me respondo con una imagen: porque si no lo haces las púas de un erizo macabro y vengativo se te clavarán por dentro, de arriba abajo,
(nuestra naturaleza interior, ese paisaje por revelar, puede tener animales
incomprensibles en su vasta extensión)
y he leído que hay muchas cosas húmedas y ordenadas en el interior de nuestros cuerpos, unos cuerpos de carne apetecible o no en los que pesa más todo lo que es invisible.
Para evitar vivir como la ceniza, he intentado e intento decir los vendavales torpes de mi cabeza, las arenas de mi desierto, mi sentimiento y mi forma de sentir. He decidido
(lo estoy decidiendo desde hace años)
participar del atrevimiento de ir poco a poco descubriéndome ante los demás, la mayoría de las veces con palabras escritas y no desde mi boca, con la esperanza de suavizar las púas del erizo interno, de que sus agujas adquieran un tacto lenitivo, de refulgente seda gris.
Me abrí
(me abro)
y eso es lo importante: ella no está ahora en la cama, a mi lado, mientras recupero la consciencia, mi piel con sus lunares e imperfecciones y todo eso que quizá no haya dicho como quisiera sino únicamente como puedo. No quedan ni su forma en el colchón ni su olor en las sábanas. Sólo una bruma de silencio que se extiende por las paredes con la fijación de un pintalabios aburrido de repetir el mismo nombre en el cristal del baño de un bar abandonado. Y como callar lo que no entendemos con claridad es también un fracaso, es mejor decirlo y así no entorpecerse la vida intentando no ser uno mismo.
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