A Carlos Rivero
En el silencio dos cuerpos se acercan. Dos mujeres se mezclan, desatan, se aprisionan, acarician y miran. Mirar es desenfocar a altas horas. Desenfocada está la otra o desenfocado está el lugar donde placer y sentido se buscan en el olor. Huele a mujer drogada, siete horas después del inicio; a mujer bailada, dos horas después; tocada y sensualizada, desde el inicio. Los hombres abren sus fosas nasales. Aprisionados a la pantalla, alienados, encapsulados durante cinco minutos. Infuncionales.
La maquinaria de producción de deseo ha encontrado su registro en un silencio del biopic Lenny.
Lenny Bruce entra en el café sobre las nueve de la noche y permanece entre la barra y las mesas, en aquel espacio tan pisado, tierra de todos y de nadie, reino del público del stand up, de sus críticos, de sus fans, de imbéciles e incomprendidos; reino incoloro de cigarrillos, con huella de dedos y también de pisadas, huellas de la Norteamérica de los cincuenta y los sesenta. Años de moralina y droga, de locales de striptease e inmigración. Tiempos en los que la provocación tenía sentido, pisando lugares oscuros, de techos bajos, donde un vaso que se mueve tintinea con su hielo y lo perverso no lo es ingenuamente, sin efusión, sino buscado, lanzado al otro, con intención.
Es cierto, los judíos matamos a Jesucristo… ¡pero eso ya ha prescrito!
El humor es la herramienta crítica contra el status quo cuando se utiliza de manera subversiva, con travesura y voz grave. Humor en lugares que no pueden integrarse al discurso dominante, instalado frente a miradas curiosas y cansadas, con párpados de medianoche, bien abiertos o enrojecidos, que buscan un punto de apoyo, anhelando una crítica; miradas que persiguen la marginalidad y que ansían aplaudir a cualquiera que escupa en el mundo que los ha conducido allí, esa noche.
Nace así una nueva raza de humoristas, lo que conocemos hoy como el monologuista al uso, pero sin mediar por la asquerosa sombra aplanadora de lo imagológicamente correcto. Lenny, el monologuista, busca, además de entretener, ser agudo, para lo que utiliza como punto de partida la observación de una realidad que comparten todos esos hombres que no se quitan la duda de encima, perniciosos para sí y para los demás: hombres con perspectiva.
Irreverente e irónico, a media voz y alejándose de la trivialidad, el humor de Bruce, fluye como un veneno que puede colarse en las copas del poder. Es un mensaje que puede, que aumenta la fuerza, puede, incluso, agitar conciencias, aunque no lo hará, claro está. Pero existe el «por si acaso». Tan típico para medir nuestras palabras en este cómicamente anodino siglo XXI y que, en la época de Lenny, funcionaba por medio de la justicia.
En 1951 fue arrestado y se las vio por primera vez con la ideología dominante. Su culpa: utilizar un lenguaje obsceno en sus shows y repetir 101 veces la palabra chupapollas.
A partir de entonces proliferan los juicios contra él y resulta cada vez más común que el público compartiese el show junto a policías que anotaban cada palabra malsonante. Así fue aumentando su fama de personaje cáustico, hasta el punto que, en un juicio en 1964, testificaron a su favor figuras como Woody Allen —quien le rinde homenaje en Manhattan— o Allen Ginsberg.
Honey, «aquella mujer medio Virgen María, medio puta de 500 dólares la noche», la misma que aparece en la narración erótica del inicio del artículo, acompañó a Lenny en su descenso, para después abandonarlo. Los opiáceos que le hacían «besar a Dios», le quitaron a su mujer, encarcelada, y lo dejaron con una depresión que combatía con juegos destinados al juicio final. Por cierto, que no pretenda el público encontrar un análisis moralizante sobre la droga. Lenny consumía y se divertía. Otras veces, es cierto, la droga le hundía, pero era parte de su vida, de su humor y de su creatividad.
En una de las últimas escenas, Lenny Bruce sale al escenario, curtido de cocaína, anfetamina y alcohol —quizás de algo más—, y sólo consigue que su voz, aquella que le dio el éxito por su locuacidad, exprese sus obsesiones con la justicia. Ha caído en la red que ha ido preparándole el poder durante años de vigilancia, juicios menores e instando a los clubes a no contratarlo para no ser también procesados. Engullido por su propia crítica, Bruce parece un esquizofrénico que no es capaz de objetivar o de dar realidad a su compulsión. Se apoya en la barandilla, casi se cae, no puede hablar. Lenny se ha convertido en un objeto más dentro del sistema. Lo han conseguido.
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