Durante los años de la guerra no se realizaron muchas películas por motivos económicos evidentes, pero en los momentos entre guerras se utilizó el cine como arma mediática y propagandística. Acompañar el texto de imagen aporta una facilidad y atracción visual que no se consigue con ningún otro medio. El problema que planteó el cine, sin embargo, hace hincapié en otro distinto: el propio concepto de arte estaba cambiando. Los teóricos marxistas de principios de siglo encontraban en el cine un enemigo muy difícil de controlar: el problema de la exclusividad, de la originalidad del arte, de la idea de copia y de arte masivo.
Karl Marx, filósofo del siglo XIX, centra su teoría filosófica en la idea de que la cultura occidental es una farsa construida para impedir que los hombres piensen en las condiciones materiales: la economía y sus consecuencias sociopolíticas. En el marxismo nos encontramos con que las ideologías impiden a los hombres darse cuenta de su alienación, de que no pueden desarrollarse como hombres porque pertenecen a sistemas económicos basados en aplastarse unos a otros. Marx asienta las bases de una duda con respecto a toda la corriente de filosofía precedente, habla de la necesidad de cambiar la perspectiva desde la que se construye el pensamiento. Así pues, los pensadores de corte marxista posteriores a Marx trataron de seguir con esta tarea de desalienación y, por tanto, trataron el asunto del cine. En especial resulta interesante la perspectiva que da Walter Benjamin en su ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de 1936.
Benjamin se centra en el problema de la producción en masa de un arte. Es un teórico del romanticismo, hijo de la tradición judaica, marxista. Tiene una raíz mística que le lleva a considerar un texto como un pozo sin fondo al cual sólo se hace justicia releyéndolo y reescribiéndolo en una crítica infinita (ideal romántico) y la exigencia política le plantea la idea de la democratización del arte (tiene que ofrecerse a las masas).
Benjamin se centra en dos conceptos en torno a las obras de arte, las clasifica en dos grupos: el arte aurático y el arte masificado. Se centra en la idea de que el arte ha de poseer una autenticidad, que define como «la cifra de todo lo que desde el origen puede trasmitirse en ella dese su duración material hasta su testificación histórica». Si una obra de arte es producida en masa, copiada una y otra vez hasta no saber cuál es la original, pierde autenticidad y, por tanto, atrofia el aura de la propia obra. Al multiplicar las reproducciones de la obra pone de forma masiva su presencia, su existencia, cuando en realidad una de las cualidades del arte se supone que ha de ser la irrepetibilidad. Además de esto, vuelve la obra atemporal, repetible con el tiempo. Como ejemplo de esta masificación peligrosa que desprestigia el arte como experiencia estética única nos encontramos con que Benjamin habla del cine como agente más poderoso.
Benjamin habla del aura de objetos naturales (la experiencia estética que puede producir, por ejemplo, un atardecer) como algo irrepetible que el cine «pervierte», digamos, con este tipo de arte, el acercamiento espacial y humano repetido a una cosa única e irrepetible lo convierte en repetido y «mundano», en palabras de Benjamin, «quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible»[1]. Es, por tanto, una toma ilegítima de terreno sobre lo único e irrepetible. Dota al arte de una mística incompatible con el arte que se está realizando en ese momento, el séptimo arte. Benjamin también considera importante que la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. La teoría de «el arte por el arte» vino precedida de una crisis provocada por la fotografía (el primer medio de producción revolucionario), y provocó una teología negativa plasmada en la idea de arte «puro», que rechaza tanto la función social del arte como la de contenido objetual. Se le da un nuevo valor retirándole otro: se le quita el valor ritual, pero se le inculca otro, el político. Originalmente el arte estaba concebido más para la divinidad que para el humano, pero a medida que se aleja el arte del mundo ritual, aumenta la exhibición del arte como producto. Para Benjamin la propia idea de arte se va transformando en objeto.
El arte se ha escapado del reino del halo de lo bello. Para un actor lo último con lo que sabe que tiene que enfrentarse es con el público, que forma un mercado. Vende un producto a un mercado masivo. Además del mercado con la propia obra, con la propia película, también se crea un «culto a las estrellas», fomentando el mercado cinematográfico mediante una transformación de los actores en propios objetos de venta. Se comercializa absolutamente todo lo que encontramos en torno al cine. Los hombres se transforman en mercancía comprada por la masa. La reproductibilidad técnica modifica la relación de la masa con el arte.
También encontramos estos factores en el arte de vanguardia, como el dadaísmo, que procuraba crear objetos de inutilidad contemplativa, que lo importante del arte no fuese la figura misma mediante la degradación del material. Buscaban lo que el cine también consigue: destruir el aura de las creaciones. El cine, además, destruye cualquier capacidad de contemplación: la imagen es móvil, es veloz. No puedes admirarla como un cuadro, estático, y meditar al respecto. Apenas ves un fotograma y ya está sucedido por otro diferente.
En el cine, según Benjamin, la cantidad parece la calidad: cuanto más masivo sea el cine más calidad tendrá. Se trata de un espectáculo que no requiere esfuerzo y que, por tanto, se convierte en disipación de masas. El cine pone al espectador en el lugar del experto, en el lugar ficticio, pues es él quien tiene que examinar la obra y valorarla.
El cine, para Benjamin, crea una ilusión falsa de expresión. El fascismo intenta organizar a las masas proletarizadas sin tocar las condiciones que la propia masa quiere suprimir. El fascismo encuentra útil que las masas se expresen (pero que no hagan valer sus derechos). La masa tiene derecho a exigir que se cambien las condiciones pero el fascismo procura que se expresen sin opción a que haya cambio real. Se llega entonces al esteticismo de la vida política. Todos los esfuerzos de un esteticismo político llegan al punto de la guerra. Sólo la guerra da meta a movimientos de masa de gran escala. El fascismo espera de la guerra la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada por la técnica. La humanidad se ha convertido en espectáculo de sí misma, su autoalienación ha alcanzado el grado que le permite ver su propia destrucción como goce estético, y es el esteticismo de la política el que propugna el fascismo, y que el comunismo contesta con la politización del arte.
También nos encontramos con el pensamiento de Adorno y Horkeimer en la dialéctica de la Ilustración tratando sobre este tema. Estos pensadores de la escuela de Frankfurt pensaban que la sociedad no puede quedar en manos de leyes necesarias de la historia ni del desarrollo del capital, pero tampoco en manos de una élite de intelectuales que conducen al pueblo ignorante ignorándolo. La tarea de los intelectuales será buscar la mayoría de edad del pueblo. La obra está escrita desde una perspectiva pesimista, propiciada por el fracaso de la humanidad en cuanto al avance necesario para una sociedad mejor, porque la humanidad en lugar de prosperar hacia una mejora, se va hundiendo en la barbarie.
Para Adorno, además, el arte supone un problema que no termina bien de solucionar: la banalización de la cultura. El arte de masas representa para Adorno un problema muy grande, supone vender como cultura lo que no es cultura. «Es el triunfo del capital invertido. Imprimir con letras de fuego su omnipotencia, como omnipotencia de sus amos, en el corazón de todos los desposeídos en busca de empleo, constituye el sentido de todas las películas, independientemente de la trama que la dirección de producción elija en cada caso».[2]
El hecho de haber construido del cine, que es un arte, una industria, hace que Adorno sienta un rechazo hacia el mismo. Habla del espectador, el consumidor del producto, como un sujeto que en el inicio no era capaz de percibir que el exterior, la calle, no era un espectáculo, una prolongación de lo que acababa de ver en la pantalla. Habla de la representación de la realidad en la gran pantalla como motivo de una confusión, como medio para creer que lo real es idéntico a lo proyectado en la pantalla. Además, con la introducción del cine sonoro esta diferencia se vuelve más remota. Por este mismo motivo el cine se vuelve un arma de dominación de la masa: si no son capaces de distinguir realidad y ficción, la ficción que se nos presente será absolutamente asimilable como verdad. El cine vuelve a la obra de arte una promesa de fundar la verdad a través de las imágenes, que resulta hipócrita para Adorno. Se transforma en un mercado destinado a una masa, y por tanto Adorno parece abogar por un arte elitista.
El problema que plantea la postura de un arte alejado de la masa por un miedo al control mediático de la misma es que termina por suponer una discriminación elitista. Si producimos un arte sólo para aquellos «elegidos», para las minorías elitistas, alejando a la masa de la posibilidad de acceder al mismo, estamos creando una discriminación y una fuente de poder. Estamos situándonos en los años 30, en pleno auge de las vanguardias, que buscan acercar el arte al público, revolucionar el mundo del arte. Nos encontramos con el dadaísmo y el futurismo. El futurismo dice que la guerra es el mayor espectáculo estético, y esto se acerca al fascismo. Estamos tan alienados que vemos hasta nuestra propia destrucción como un acto estético. Si separamos la estética de la ética/política, el fascismo se apropiará de ella para conseguir sus fines. El comunismo aboga por politizar el arte. Se encuentra, por tanto, en una dicotomía insalvable.
[1] Benjamin, Walter; La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.
[2] Horkheimer, M. y Adorno, Th.; Dialéctica de la Ilustración, fragmentos filosóficos, 169
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